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Entras de la calle en una tarde lluviosa y, de pronto, te encuentras en mitad de los puntos más alejados y escondidos de esa mitad del planeta que habitamos y todavía está virgen. Pasas del círculo polar ártico o la península de Kamtchatka a los puntos más extremos de la Patagonia, rodeado de miles y miles de graves pingüinos. Los indígenas de la Amazonia, las tribus más aisladas (a veces unos cientos de individuos) de Papúa-Nueva Guinea, las de los africanos de Namibia que se insertan platos como palanganas en el labio inferior, o los nativos (no recuerdo si malgaches) que se fabrican unos tubos o cuernos para enfundar el pene y llevarlos de la mano o los que se embadurnan los rostros de blanco con ceniza de excremento de ganado. Y los animales en su hábitat, las colonias de albatros de las islas del sur de la Argentina, los hipopótamos, los elefantes en el África, las cebras, los leones, las morsas, la ballena blanca austral. A muchos lugares hubo de llegar el fotógrafo en globo para no asustar a las fieras y poder retratarlas. Porque son retratos. Hay muchísima foto aérea, lo que le permite mostrar desiertos de increíbles dunas, cañones como el del Colorado, sabanas, cordilleras, cataratas, glaciares, ríos de lava, volcanes en erupción, icebergs como catedrales, como montañas. Génesis. Pero génesis ahora mismo, aquí, a unos miles de kilómetros. Con un poderoso mensaje: esto es lo que queda de nuestro planeta.
No hace falta más. Sebastiao Salgado tira del visitante, lo absorbe como el torbellino, lo sacude, lo sumerge en una realidad tan potente como la suya pero mucho más grandiosa porque la presencia extrema de la naturaleza es abrumadora, y lo devuelve (casi podía decir "lo escupe"), luego a la calle, en donde sigue lloviendo y el tráfico se hace insoportable, con la cabeza llena de los infinitos sonidos de la jungla, los acantilados batidos por las olas, la selva tropical, que no ha oído pero ha visto. Y ha visto, por cierto, en riguroso blanco y negro. Delgado muestra en su obra el triunfo de la gama de grises frente al color en la fotografía artística, en esa sempiterna controversia propia de este quehacer. También típica tradición magnum que lleva a nuestro hombre a mostrar las luminarias de los ojos de cientos de caimanes por la noche en un pantano de la Amazonia o fotografiar unos guacamayos y conseguir que uno se imagine los colores que no ve.
Eso es también algo patente a lo largo de la exposición: lo que no se ve. No se ven coches, ni trenes, ni aviones, ni carreteras, edificios, ciudadanes. Lo más cercano a viviendas que contemplamos son las tiendas de los inuit nómadas de la tundra del Canadá o las casas arbóreas de unas tribus de Sumatra. No se ven comercios ni objetos modernos. Al contrario: hay fotos de indígenas encendiendo fuego frotando dos palos junto a la yesca o pelando árboles con instrumentos de piedra. Es un mundo no civilizado, puro, virgen. Y completa su mensaje: dejadlo así. La cuestión es si podemos. El mero hecho de que Salgado lo haya fotografiado ya lo pone en peligro. Es el punto de ambigüedad de la belleza. Toda contemplación la profana porque su naturaleza es estar escondida. Como Dios.