La próxima vez que alguien elabore una teoría de la comunicación, tómese la molestia de contrastar empíricamente sus hipotesis en España. Si saca una teoría, será a prueba de bomba, una teoría pegada a la tierra. Ya está bien de filosofías y logomaquias. Verdades como puños, lógica, precisión, qué se sepa a qué atenerse.
En España hay un criterio de certidumbre absoluta. Si Rajoy niega algo, por ejemplo, que este año se haya destruido empleo, es porque se ha destruido. Y, a la inversa, sabemos que algo no se da cuando Rajoy afirma que se da; por ejemplo, los brotes verdes, la luz al final del túnel, el fin de la crisis. Se trata de un criterio simple, por cierto, pero tan válido como su contrario (incluso más), según el cual, si la autoridad se pronuncia sobre algo, dice la verdad o algo aproximado. Aquí es al revés: un modo de entender la comunicación que tiene tres etapas: 1ª) bajo ningún concepto se dice nada; 2ª) si, por casualidad (por ejemplo, la siempre fastidiosa presencia de algún mandatario extranjero) hay que decir algo, sea ello cualquier cosa lo más alejada posible del asunto en trato; 3ª) si hay que referirse al asunto por imperativo legal, bajo ningún concepto se dice la verdad.
Una buena teoría de la comunicación es flexible, capaz de adaptarse con agilidad a las reacciones del auditorio. Ha de tener todas las opciones abiertas, incluso la del ridículo. La cúpula de orates enemigos de las libertades públicas que ha ocupado el ministerio del Interior, pasó la semana agitando sádicamente el espantajo de una ley monstruosa que multa con 600.000€ (casi tanto como la media de sobresueldos presuntamente pillados por los dirigentes del PP) el hecho de manifestarse frente al Parlamento. Vista la indignación generalizada, propone ahora rebajar la multa a 30.000€. Del programa máximo, al programa mínimo, como en los tiempos de la socialdemocracia revolucionaria. 30.000 € sigue siendo una cantidad absurda, desmesurada. Pero es bueno que se discuta de la cartera, así el personal no repara en que lo más intolerable de la ley mordaza, lo más anticonstitucional, es la prohibición de que los ciudadanos puedan grabar la actuación de la policía cuando hace su trabajo. Porque su trabajo bien puede ser matar a otro ciudadano indefenso a patadas y puñetazos como, al parecer, acaban de hacer los mossos catalanes y de lo que la opinión se ha enterado gracias a las grabaciones de los vecinos. Máxima de la nueva teoría de la comunicación: no se pueden difundir las pruebas de posibles delitos cometidos por la autoridad. El éxito de la anticomunicación es aquí total, prueba de la demencia absoluta de los redactores de este bodrio, porque lo que se está haciendo con esa prohibición es obligar a los ciudadanos a no cumplir con el deber de denunciar los posibles delitos de que fueran testigos, un deber de alcance discutido pero indudable en sí mismo.
La calidad de la nueva teoría de la comunicación se mide por su impacto directo, completo, fulminante. El mensaje se coloca de inmediato y obtiene un resultado indiscutible. Apenas propone el ministro de Educación, Cultura y Deporte otorgar una distinción a un importante músico catalán que este la rechaza y se la devuelve apuntándole al cogote. Es un triunfo rotundo de la empatía y la sensibilidad. Siendo el agraciado catalán, razonaba sin duda el ministro con su modestia habitual, se sentirá agradecido con una distinción española, de esas que españolizan. Así que, ¿para qué molestarse en sondear antes si la medalla sería bien recibida? ¿Cabía alguna duda? Y no se crea que se trata de un caso aislado. Ni hablar. Este es ya el ministro al que más feos han hecho en público los estamentos bajo su mando, al que más saludos se han negado, más se ha abucheado y pitado, más espaldas se han vuelto, más veces se le ha dicho a la cara que no es persona grata; el que más actos ha tenido que interrumpir y más veces se ha visto obligado a entrar o salir por la puerta de servicio. Un éxito universal de la anticomunicación. Todos los dichos estamentos lo detestan, alumnos, profesores, padres, investigadores, becarios, artistas, cineastas, actores, bibliotecarios, archiveros. El mensaje ha calado desde el primer momento. Así ha conseguido también ser el ministro peor valorado por la opinión pública de la historia de España desde los tiempos de Calomarde, como diría don Jacinto Benavente.
¿La comunicación en España? Un éxito rotundo que nos envidian las naciones civilizadas de la tierra.
(La imagen es una foto de La Moncloa aquí reproducida según su aviso legal).