En España arrastramos un problema de intolerancia de siglos. Tuvimos Inquisición, expulsamos judíos y moriscos y nos lucimos con el Tribunal de la Sangre del Duque de Alba. Es cierto que otros tuvieron cosas similares y peores, pero eso no es un consuelo para las nuestras. Tuvimos Contrerreforma a palo seco mientras que los demás tuvieron Reforma o una mezcla de ambas. No llegamos a tener Ilustración, propiamente dicha, sino un triste remedo de la francesa, fragmentaria y perseguida por el tradicionalismo católico. La guerra contra el francés, en la que muchos sitúan el nacimiento de la Nación española, se hizo sobre todo en nombre de la esencia monárquica, absolutista, católica. Parece que el término liberalismo es de cuño español. El término. La realidad es muy otra cosa. El liberalismo español pone su pedigrí en la Constitución de Cádiz, de 1812. No me cansaré de recordar que esta Constitución, que se promulga En nombre de Dios Todo-poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Autor y Supremo Legislador de la Sociedad, tiene un artículo 12 que reza: La Religión de la Nación Española es y será siempre la Católica, apostólica y romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra. Es decir la Constitución de Cádiz de 1812 proclama la intolerancia religiosa. No sé si hace falta ser español para entender cómo se puede conciliar la intolerancia y el liberalismo.
En todo caso, ese artículo 12 pasa casi íntegro al artículo 1º del Concordato de Franco con la Santa Sede de 1953, que dice: La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico. Ya no se habla de prohibir las demás religiones pero está claro que la vida de estas no iba a ser grata dado que la católica era proclamada "única". Y así están las cosas hoy día en que los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 (posteriores, pues, a la Constitución) declaran vigente el Concordato de Franco.
La tradición de intolerancia tan viva como siempre.
Telemadrid ha emitido un reportaje en el que se tacha a los nacionalistas vascos y catalanes de nazis y estalinistas. Quizá para algunos la amalgama no tenga sentido, pero su justificación no es difícil de entender. Se trata de encontrar una posición de neutralidad, de centro equidistante entre nazismo y estalinismo que permita criticarlos por igual. Pero no sé yo si el autor o autora del reportaje está muy puesto/a en su contenido. De entrada, la invocación del nazismo cae en la jurisdicción de la celebérrima Ley de Godwin. Que se le añada el estalinismo solo quiere decir que quizá convenga formular una Ley de Godwin II.
La justificación, sin embargo, está en la búsqueda del punto medio. El reportaje utiliza una perspectiva orwelliana. Lo que tienen el nazismo y el estalinismo en común es la perversión del lenguaje. No hay inconveniente en admitirlo si se precisa qué se entiende por perversión del lenguaje. Parece que por tal, según el reportaje, se entiende la práctica de los nacionalistas catalanes de utilizar eufemismos, perífrasis, circunloquios. Si esto es así, se queda uno perplejo, preguntándose si los de Telemadrid han escuchado alguna vez un discurso de Mariano Rajoy, que se niega a pronunciar el nombre de Bárcenas; de Ana Mato, que llama "copago" al "repago"; de Gallardón, quien cobra tasas para garantizar la gratuidad de la Justicia, etc.
¿Y no será que todos los políticos tienden a manipular el lenguaje? No es lo mismo, dicen los de TeleMadrid porque los nazis catalanistas lo imponen a la fuerza, como hacían lo nazis y los estalinistas. No me parece que esto sea cierto. No veo violencia del lado catalanista. Sí veo, en cambio, que la aceptación acrítica de la neolengua del gobierno y sus medios de propaganda públicos y privados es peor que si fuera impuesta a la fuerza porque es comprada, aceptada voluntariamente, como la convicción de los esclavos felices.