Proclama Rajoy en no sé qué cumbre y lo dice, al parecer, en serio que "Es necesario entender la ayuda al desarrollo como una política de Estado" . El mismo Rajoy que acaba de recortar la partida presupuestaria dedicada a la Ayuda Oficial al Desarrollo en un cincuenta por ciento. Y todos sonríen y le aplauden, cuando ha suprimido la mitad. Será que tiene una idea del Estado como la del vizconde de Italo Calvino: un Estado demediado.
El gobierno se pavonea con un Plan integral de vivienda y suelo que, en realidad dificulta el acceso a las ayudas, de la misma forma que, cuando habla de "racionalizar el gasto", quiere decir suprimirlo. Así pretendía el de Castilla La Mancha racionalizar el uso de recursos médicos: cerrando las urgencias de los pueblos.
El gobierno no iba a tocar las pensiones porque eso, según razonaba un compungido Rajoy, era perjudicar a los más vulnerables, los que ya no tienen una segunda oportunidad. El mismo Rajoy que ha bajado de hecho las pensiones, sosteniendo que las subía y que se ha pulido el fondo de reserva comprando la muy sólida deuda española y pagando las nóminas con lo que queda. Entre lo que se dice y lo que se hace media un abismo.
Cuando un gobierno goza de los ridículamente bajos índices de aprobación y confianza popular de que goza el actual, suele decirse, a título consolador, que le falla la política de comunicación. No es el caso. El gobierno comunica sin parar (no tanto el presidente, quien tiene tendencia al silencio), lo que sucede es que solo comunica mentiras. Comunicar, comunica: trolas. Pero como las suelta con tanto descaro, aunque contradigan la evidencia más palpable, nadie se las traga y de ahí viene la baja valoración de Rajoy y ya no hablemos de sus ministros.
Lo desesperante de esta situación es que la oposición mayoritaria sigue sin hacerse oír, a causa, sin duda, de sus problemas internos. Su valoración, manda narices, es aun inferior a la de Rajoy y su intención de voto ridículamente baja. Esto no tendría mayor importancia si el PSOE articulara una oposición consistente, con alternativas viables, capaces de movilizar a la gente. Pero justo estamos al revés: esa oposición consistente está sacrificada a unos intereses electorales que se ven perjudicados precisamente por la falta de esa oposición. Cerrarse en banda a una reconsideración radical de la cuestión territorial en España y convertirse en firme soporte de la institución monárquica cuando más claro es que no está a la altura de las circunstancias no es configurarse como una oposición visible a un gobierno que hace lo mismo.
La oposición no puede limitarse a los asuntos de corrupción, con todo y ser evidente que hay que acometerlos sin contemplaciones, sino que ha de plantearse en asuntos de principios. De otro modo, ¿por qué se habla difusamente de reformar la Constitución? Verdad es que hay asuntos obvios y urgentes, como blindar constitucionalmente el carácter público de la educación y la sanidad, para que no nos las roben. Pero, además de eso, hay que revisar la planta del Estado, su forma monárquica o republicana y su confesionalidad. ¿Por qué no? ¿No somos capaces de debatir racionalmente los asuntos del común?
(La imagen es una foto de La Moncloa en el dominio público).