Al perro flaco todo se le vuelven pulgas y España hace siglos que es perro flaco. Ahora, además de la crisis descomunal, se enfrenta por enésima vez a un problema territorial recrudecido que lleva cien años tratando de resolver sin conseguirlo. Ya pueden aplicarse las más variadas fórmulas, del centralismo franquista a la extrema descentralización autonómica; ya puede el nacionalismo español bramar que en España solo hay una nación, siendo los demás cosas menores, y consagrarlo en la Constitucion. La tozuda realidad se empeña en probar lo contrario una y otra vez. En España hay varias naciones (entendidas como un sentimiento compartido por una cantidad de gente políticamente relevante) y algunas de ellas quieren independizarse y dotarse de un Estado propio. Y esa es una realidad que no cabe ignorar ni descalificar despectivamente como una algarabía.
Aunque parezca paradójico, la existencia de ETA obstaculizaba la marcha del nacionalismo vasco (así como el catalán y el gallego) hacia la independencia. La desaparición de la banda ha dado paso a un fortalecimiento del nacionalismo independentista mucho más difícil de combatir para el nacionalismo español por formularse en términos estrictamente pacíficos, legales, políticos.
Si el Parlamento de Cataluña adopta la decisión que anuncia fracturará la sociedad catalana en dos porciones, una catalanista, presumiblemente mayoritaria y otra españolista, compuesta por el PSC y el PP. Y aun el PSC tiene una buena porción catalanista y no es socio españolista al 100%. Es una situación parecida a la del País Vasco en donde las elecciones próximas del 21 de octubre, las primeras normales, sin la amenaza de ETA, darán una visión realista de las respectivas fuerzas vasquistas y españolistas. Con la diferencia de que el PSE parece más españolista que el PSC.
Pero, al margen de la fractura de la sociedad, la decisión del Parlament tiene una importancia táctica que no es posible ignorar. Si, como cabe cuponer, el legislativo catalán proclama su derecho a decidir o el derecho a decidir del pueblo catalán será imposible impedir que las elecciones autonómicas, de adelantarse, se conviertan en un plebiscito sobre la autodeterminación. Porque derecho a decidir es, simplemente, autodeterminación.
Hay un problema serio -el sempiterno problema español- que se agravará con el presumible resultado de las autonómicas vascas de mayoría vasquista. Y es inútil seguir ignorándolo o negándolo.
Pero no está claro que estemos en disposición de ánimo de examinarlo con discernimiento y tratar de resolverlo de modo civilizado. Por mucho que los españoles presuman de no ser nacionalistas (cuando se enfrentan a los nacionalistas llamados "periféricos"), en cuanto creen en peligro la sacrosanta nación española, lo ven todo rojo. Ahí están para demostrarlo José Bono, quien prefiere morir a ver "España rota"; José María Aznar, más bravo, que afirma que "nadie va a romper España"; y un Teniente General cuyo nombre he olvidado, quien augura indirectamente la intervención militar en el Principado.
Son las reacciones temperamentales, viscerales, de la derecha cuando barrunta que le tocan la Patria. Puede que haya algo de verdad en eso que dicen algunos de que la guerra civil no se dio a causa del riesgo de la España roja sino de la España rota.
No obstante, la izquierda no adopta una actitud más distanciada, aunque sí se las ingenia para no parecer tan españolista, violenta y opresora. Los socialistas, que han enterrado definitivamente su consigna de autodeterminación y no la reconocen ya como derecho, son sensibles a las tensiones territoriales del país y las tendencias secesionistas y se muestran dispuestos a encontrar fórmulas que resuelvan la situación de común acuerdo. Así, José Griñán trae una propuesta federalista bajo el brazo. Tengo la impresión de que la fórmula, a la que también se suma con entusiasmo Felipe González, no es adecuada y, además, llega tarde. Son los propios nacionalistas quienes no quieren la federación porque supone una situación de igualdad entre estados federados que excluye toda relación bilateral o aeque principaliter, como pretende el nacionalismo catalán. Por otro lado, la misma realidad española, con la existencia de los fueros vasco-navarros, hace imposible esa igualdad federal. La federación resulta por tanto inviable al no poder admitir el cupo catalán y no poder suprimir el vasco-navarro.
La izquierda radical española en casi todos sus avatares tampoco es favorable al derecho a decidir de los demás. Ciertamente se reafirma en el principio de autodeterminación pero está firmemente convencida de que no será necesario recurrir a él una vez que los pueblos de España, incluso los ibéricos, liberados del capitalismo (es de suponer) formen una unión fraternal, libre e igual. En el ínterin esta izquierda nos avisa de no caer en las trampas de las querellas nacionalistas con las cuales las derechas, la central y las periféricas, tratan de desviar la atención de sus agresivas políticas de clase. El nacionalismo, según este punto de vista, no es una algarabía, es un opio.
Es difícil debatir fríamente en estas condiciones. Las posiciones maximalistas no lo permiten. Lo que no se mueve en el exabrupto, se mueve en el desconcierto o el engaño. Por si acaso, lo más sensato que podrían hacer los españoles demócratas sería preparar y aplicar a la mayor brevedad una reforma de la Constitución que afectara al Senado. Nada de reformar el actual. Lo procedente es abolirlo e instaurar en su lugar un Consejo Autonómico copiado literalmente del Bundesrat alemán, una cámara no electiva sino delegada de las Comunidades Autonomas con competencia para vetar la legislación del Congreso que afecte a cuestiones autonómicas.
Si esta reforma reconduce las relaciones de las Comunidades más secesionistas a la empresa común tendremos un momento de respiro. Si no, habrá que estar preparados para reconocer el derecho de autodeterminación de una u otra forma.