Entre las atrocidades a que se consagraron los franquistas durante la guerra civil y después de ella, por largos años, ocupan lugar destacado los asesinatos sistemáticos de civiles y sus parientes y el robo de los hijos de los rojos. Tanto es así que sus repercusiones se hacen sentir aún hoy, como si fueran réplicas de aquel terremoto, trasmitidas de generación en generación. Ambas prácticas son piezas claves de una tragedia que ensombrece el imaginario colectivo de los españoles. La negativa de la derecha a encarar estos hechos como requiere una ética elemental (y, desde luego, la cristiana), su defensa del olvido con la metáfora errónea del peligro de reabrir heridas, su intento de equiparar contra toda razón las atrocidades de los unos y los otros, solo demuestra su mala conciencia, incapaz de reconocer que aquellas atrocidades se cometieron en nombre de su dios y de sus creencias e intereses. Comprendo que fastidie reconocer que los discursos patrióticos, los pomposos ideales, los sueños imperiales, la dogmática de la nación católica rezumen sangre de inocentes. Pero mientras esto no se reconozca, mientras los curas no relaten lo que hicieron en la guerra y en la posguerra y no pidan todos perdón por tanta crueldad, las heridas no estarán cerradas.
No hace falta ser de izquierda para darse cuenta de que, con más de 100.000 asesinados, ejecutados extrajudicialmente, paseados, fusilados en sacas de las prisiones y enterrados en fosas comunes, anónimas, España no es otra cosa que un cementerio de víctimas de la barbarie y el odio. Y que los españoles caminamos literalmente sobre los huesos de las víctimas de un genocidio. Ahora mismo están unos geólogos excavando una fosa común en el jardín de una vivienda privada. Y ahora también, merced al descubrimiento de una peineta en una calavera queda probado lo que todo el mundo sabía: que, además de asesinar a los rojos, los franquistas asesinaban también a sus mujeres. Iban por ellas como iban por los hijos, los hermanos, los padres o los abuelos. El terror sembrado fue infinito y dura hasta hoy. Es un crimen de lesa Patria, cometido por quienes se pasan el día hablando de ella.
La otra atrocidad fue el robo de hijos de republicanos. Ahora ya sabemos mucho de esa práctica inhumana. Sabemos que esperaban a que las condenadas dieran a luz para fusilarlas y quedarse con los críos; sabemos que se llevaban los hijos de las presas y ya no se los devolvían; sabemos que secuestraban a los hijos de los exiliados mediante el servicio exterior de la Falange; sabemos que el robo de niños estaba amparado en las doctrinas inenarrables de un psiquiatra, Vallejo-Nájera, con calle en Madrid, que, en su demencia, consideraba, por ejemplo, que el marxismo era una enfermedad y que no tenía mucho que envidiar a los racistas alemanes.
Con el paso del tiempo seguramente empezaron a escasear los hijos de rojos que pudieran robarse y fue necesario buscar suministro en otra parte porque, muy probablemente, ese delito del robo de niños se había convertido en un negocio. Así, por lo que vamos sabiendo de esta siniestra trama en la que, cómo no, está mezclada la iglesia católica a través de sus curas y monjas, la actividad duró hasta fines de los años setenta y primeros de los ochenta. Que haya monjas metidas en este crimen demuestra hasta qué punto l@s religios@s católic@s hacen lo contrario de lo que predican. Se oponen a la contracepción y, con uñas y dientes, al aborto en nombre del supremo valor de la vida humana en abstracto, pero su respeto por la vida humana en concreto termina en el momento en que esta sale del seno materno.
La imagen de esa madre reunida con su hija de 29 años, que le fue robada nada más nacer, podría titularse rostros que irradian felicidad y la hacen contagiosa. Una felicidad mayor que los 29 años de sufrimientos impuestos por una gente desprovista no solo de corazón sino también de entendimiento. Fanátic@s y/o canallas.
(La primera imagen es una foto de Foro Cultural Provincia de El Bierzo, bajo licencia de GNU Documentación libre.). La segunda es la portada de El País de hoy.