Los peores enemigos de la igualdad de género, de la emancipación de las mujeres son algunas, muchas, mujeres. Las que aceptan de grado su posición subalterna tradicional, las que implícitamente justifican los privilegios del machismo imperante y así contribuyen a perpetuar el orden patriarcal; las cipayas de este. Son las peores porque, con su discurso de la servidumbre voluntaria, deslegitiman la lucha de sus congéneres por alcanzar la plena condición ciudadana y la igualdad de derechos con los varones. Las más visibles son las mujeres acomodadas, de clase alta, por ser las que tienen más acceso a la esfera pública, pero las hay en todos los estamentos sociales, también entre los más pobres. Su oposición a la emancipación femenina nace de inveterados prejuicios y estos están liberalmente repartidos entre toda la población.
Dado que las conquistas del feminismo, por el que la derecha no ha movido jamás un dedo, han cristalizado en leyes e instituciones que la sociedad ha acabado aceptando y no es posible derogarlas o aniquilarlas, las señoras bien de derechas tratan de vaciarlas de contenido, de inutilizarlas reformulando la terminología que les es propia, retorciendo el lenguaje para confundir la cuestión. Saben que el nombre define la cosa y por eso tratan de cambiárselo. Apenas sentada en la poltrona, la ministra Ana Mato ya ha llamado violencia en el entorno familiar a lo que la ley misma llama violencia de género (Ley Orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género). La intención es transparente y consiste en desactivar la ley, retornar al camino de la sumisión frente a la violencia machista. Más o menos en el espíritu de esa otra señora bien de derechas que acaba de estrenarse como alcaldesa de Madrid y que, al interpretar el cuento La cenicienta, se extasiaba diciendo que esta es un ejemplo para nuestra vida por los valores que representa. Recibe los malos tratos sin rechistar..."
La mala jugada de Mato en contra de las mujeres víctimas de la violencia machista ha levantado una ola de protestas en una sociedad que ha visto cómo en un año caían sesenta de ellas asesinadas por sus parejas y ex parejas, en sus casas, en los parques, en el campo, en mitad de la vía pública y que por lo tanto sabe que la violencia no se da solo en el entorno familiar sino en todos los entornos porque es violencia de género, machista, que sólo cabe combatir teniendo esto muy presente. Vista la contundencia de la respuesta, Mato ensayó un línea de defensa afirmando que "el nombre es lo de menos". Vieja y socorrida falacia. Si el nombre fuera lo de menos, ¿por qué cambiarlo? Porque no es lo de menos sino lo de más. Los delitos deben estar correctamente tipificados con un nombre que no quepa desdibujar o difuminar.
Como el sofisma nominalista no coló, el ministerio de Ana Mato emitió ayer una nota de prensa en la que se califica el último asesinato de una mujer por su ex compañero sentimental de "violencia de género"; pero en el cuerpo del texto vuelve a hablar de violencia en el entorno familiar. Quieren restar importancia a esta lacra, diluirla en un problema de "familia", en definitiva, desproteger a las mujeres. Por eso insisten en cambiarle el nombre.
Hace un tiempo, en un libro de Pilar Urbano sobre la Reina Sofía, esta, que es quintaesencia de las mujeres bien de derechas, de las damas como Dios manda, decía a la periodista que no se opone a que los homosexuales se junten (olvidó decir que no se opone ahora pues ya no puede evitarlo) pero que no llamen "matrimonio" a esa unión. Efectivamente, los nombres importan, son decisivos, sirven para reconocer derechos. Torcerlos, cambiarlos, ayuda a recortar, a mermar esos derechos pues, por fortuna, ya no es posible negarlos de raíz. Que es lo que las señoras bien de derechas quieren hacer con los que protegen a las de su sexo.
(La imagen es una foto de Chesi - Fotos CC, bajo licencia de Creative Commons).