Decía Heine que los alemanes resuelven con ideas lo que los franceses resuelven con hechos. Pudo decir los alemanes y el resto de los europeos que en esto del hacer, de meternos con la realidad, vamos siempre por detrás del gabacho.
A veces ese hacer se torna revolucionario, momento que refleja a la perfección el conocidísimo cuadro de Delacroix en el Museo del Louvre, La libertad guiando al pueblo. Esa pintura es el emblema del romanticismo y de la revolución burguesa, inextricablemente unidos por la chistera y el redingote del ciudadano empuñando un trabuco a la derecha de la Libertad. Es el propio Delacroix que se autorretrata como presente en el momento que más le emociona. Privilegio de artista. Botticelli se autorretrató presenciando el nacimiento de Cristo y el Caravaggio observando el prendimiento del mismo personaje. Supongo que eso dice mucho sobre los caracteres de ambos genios. En todo caso, Delacroix, que no estuvo en la revolución de 1830, la liberal por excelencia, se plantó para la posteridad junto a una Mariane de gorro frigio, pecho desnudo, alzando la tricolor con un fusil con la bayoneta calada, asaltando una barricada. Menuda imagen. A sus pies, dos soldados realistas caídos, al fondo, entre el humo de la refriega, Nôtre Dame. París bien sûr.
Porque lo que tiene M. Sarkozy entre manos es una revolución. Una protesta que ha encadenado diez huelgas generales en un año, que un día por otro echa a la calle a cientos de miles, millones de personas en todo el territorio en manifas que suelen derivar en violencia con docenas de detenidos; que tiene prácticamente paralizado el país con un bloqueo energético que obliga al gobierno a poner en uso las reservas estratégicas, como si estuviéramos en guerra; una protesta así podrá llamarse como se quiera, pero tiene toda la pinta de ser una revolución, por la extensión y profundidad del movimiento.
El curso general es de confrontación. Está previsto que la ley de reforma de las pensiones se apruebe en el Senado el jueves y hoy, martes, es un día decisivo. Los camioneros se han unido a la huelga (los ferroviarios llevan en ella un tiempo) y también piensa hacerlo una serie de universidades que toma el relevo de los estudiantes de bachillerato. El presidente del Gobierno, Fillon, dice que no cederá ni tolerará bloqueos, interrupciones de suministro, etc, aunque lo que digan los presidentes del Gobierno en Francia, si no hay cohabitation suele importar poco. M. Sarkozy asegura que la reforma de las pensiones se hará porque es buena para Francia. Pero según un sondeo, el 71 por ciento de la población apoya la movida de hoy, martes. Francia debe de ser el 29 por ciento restante.
No quiero calificar la cara que se nos pone a los españoles cuando vemos la marimorena que han montado los franceses por la prolongación de 60 a 62 años de la vida laboral cuando a nosotros van a prolongárnosla de 65 a 67. Personalmente estoy a favor de hacer voluntaria la jubilación a partir de los 65, razón por la cual el asunto de la prolongación me parece un error más dentro del error mayor de tener una jubilación forzosa y semiforzosa. Pero el hecho llamativo es la diferencia de situación entre España y Francia y por añadidura que la reacción frente a un recorte más grave en España haya sido diez, veinte veces menos intensa: una mediohuelga general de escaso seguimiento y menor repercusión.
Es bastante probable que el movimiento no consiga su objetivo que es que las cosas sigan como están básicamente porque en el mundo globalizado pintan bastos de la acreditada casa de Díaz Ferrán, de trabajar más y ganar menos y en Francia también. No puedo quitarme de la cabeza la sospecha de que M. Sarkozy se ha hecho fotografiar en la playa de Deauville, en la costa normanda, lugar predilecto de Monet y otros impresionistas, acompañado de Frau Merkel para recordar a los franceses que hay que contar con los demás, especialmente los boches a quienes eso de trabajar más y ganar menos no les suena raro.
Pero sobre todo no parece que la nueva revolución francesa vaya a triunfar porque hay en marcha en el mundo un reajuste estratégico del capitalismo. Si el occidental quiere seguir siendo hegemónico y mantener su alto nivel de vida tiene que ser competitivo frente al oriental (especialmente el chino) y no lo es. El modo de vida occidental del Estado del bienestar y sociedades de la abundancia está tocando a su fin; hay que inventar otro. El que se propuso el siglo pasado, el XX, venía muy condicionado por el anterior, el XIX, como se ve en el cuadro de Giuseppe Pellizza, El cuarto Estado (pintado hacia 1895-1898) que saltó a la fama casi un siglo después cuando Bertoluzzi lo empleó para su Novecento. El mérito de la obra es modesto, ínfimo si la comparamos con la de Delacroix. Es una composición bastante chata y un pelín absurda en cuanto a la fuente de luz ya que se trata de una masa indiferenciada que avanza desde una luz que se apaga al fondo, el pasado, hacia una potente que viene de fuera y somos nosotros, el futuro. Para mi gusto se le ha colado además en primer término una especie de metáfora de la Sagrada Familia con un tercero que canta otra historia.
En todo caso, la imagen de la Revolución sigue siendo la de Delacroix; la del "cuarto estado" no cuajó y esa es quizá una de las razones por las que el capitalismo plantea un proceso de acumulación a la vieja usanza: largas jornadas, salarios bajos. Lo irónico es que este impulso provenga sobre todo de la China, uno de los países en que triunfó la Revolución del cuarto estado. Y lo habitual es que la primera protesta venga de Francia. Por eso hay tantos afrancesados en el mundo.