La decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de declarar que los crucifijos están de más en las aulas de las escuelas por cuanto suponen "una violación de los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones" así como un atentado contra "la libertad de religión de los alumnos" está muy puesta en razón y es de puro sentido común. Pero sólo es de la mitad del sentido común. Imaginémosnos que en alguna sociedad de Europa occidental, por ejemplo en España, se hiciera verdad el sueño de la Iglesia católica de que todos los habitantes, grandes y chicos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, gays y heterosexuales, todos sin excepción alguna nos hiciéramos católicos, apostólicos y romanos, ¿quiere eso decir que entonces los crucifijos serían aceptables en las aulas pues ya no violarían derecho alguno? De ningún modo y aquí es donde la decisión del alto Tribunal es sólo la mitad del pescado que había que vender, porque el crucifijo está de más en las aulas por otra razón tan poderosa como la anterior: porque simboliza lo contrario de lo que el aula en la escuela representa, porque ataca su espíritu, hace burla de él y lo niega.
Los centros educativos, los de todos los niveles, son lugares de ejercicio de la razón y de transmisión de conocimientos científicos. El crucifijo, símbolo de una religión que, como todas, está basada en creencias absurdas como la infalibiliddad del Papa y en una ristra de milagros que anulan la posibilidad del conocimiento de la naturaleza representa lo contrario del espíritu escolar. Los crucifijos deben, pues, abandonar las aulas no solamente porque violen la libertad religiosa sino porque son símbolo del oscurantismo y la superstición, que siempre se han opuesto al avance de la humanidad.
Enfrente del Tribunal Europeo, la jerarquía española, por boca del secretario general de la Conferencia Episcopal Española, el atildado monseñor Martínez Camino, ha hecho saber que está en contra de la decisión porque no es justa sino discriminatoria. Los razonamientos, por llamarlos de algún modo, del clérigo son verdaderamente impúdicos y sólo se entienden si la Iglesia cree que quienes administran el orden político y quienes actúan en él son tontos de baba. Dice Monseñor que el crucifijo es "símbolo de dignidad humana, de libertad". Poco me parece que tenga que ver la dignidad humana con la actualización permanente de la muerte horrorosa de Cristo; más bien estoy de acuerdo con las numerosas voces que avisan de que el cristianismo es la consagración de la indignidad, desde el sermón de la montaña hasta la pasión y muerte del Mesías; pero admito que podría discutirse sobre el asunto. Lo que está fuera de discusión es que el argumento de la libertad es de traca. ¿Podría el señor Martínez Camino ser más especifico y decir en qué momento y lugar de la historia de la especie humana ha aparecido el crucificado como símbolo de libertad? Símbolo de tiranía, de imposición, de fanatismo, todo lo que se quiera, hasta de enriquecimiento ilícito, pero ¿de libertad? ¿En dónde, cuándo, cómo?
Y, no contento con faltar a la verdad de modo tan clamoroso el mismo cura añade una afirmación que no solamente es mentira sino que parece un homenaje especial que Monseñor quiere dedicar al fundador del teatro del absurdo, señor Ionesco. Dice el obispo que la presencia del crucifijo es símbolo "de la distinción entre la Iglesia y el Estado". Siguiendo este "razonamiento" resultaría que el momento en que la Iglesia española estuvo más apartada del Estado fue durante el franquismo, cuando había crucifijos en todas partes, no sólo en las escuelas sino en las comisarías, juzgados, cuarteles, ministerios, universidades, cárceles, embajadas, etc. Dado que el señor Martínez Camino no parece aquejado de ninguna patología mental ni de achaque fisiológico alguno que pudieran mermar su recto razonamiento, habrá que concluir que dice lo dice con conocimiento de causa, sabiendo que es falso y precisamente por ello. Esto ya suena más a hipocresía católica, a Iglesia católica.
(La imagen es un crucifijo de Cimabue del siglo XIII)