Fui el otro día a ver esta preciosa película (El lector) de Stephen Daldry a la que he quedado enganchado. Una delicada obra de arte en la que se cuenta una historia de amor que prende repentinamente entre dos seres humanos que, a causa de su diferencia de edad, han vivido, están viviendo y vivirán después tiempos muy distintos, lo que marcará sus vidas definitivamente por las muy diferentes formas que tienen de encarar su pasado.
El caso es que estaba reflexionando sobre la peli y cómo abordaría su comentario cuando recibí uno de mi amigo Pablo Iglesias Turrión quien, habiendo ido a ver el mismo film, estaba debatiéndolo con un profesor amigo suyo y me enviaba el enlace a su blog El gesto de Antígona en el que hay una entrada cuyo título lo dice todo: El Lector y el Holocausto. Un diálogo con mi amigo Norman Radcliffe en el que puede verse cómo ambos debatientes discrepan acerca del transfondo de la historia, pero no de la historia misma que se cuenta en la película ni del juicio estético o moral que les merezca o, cuando menos, yo no lo he visto. Por eso, tras responder a Pablo que Palinuro hablaría de la peli y de su comentario enlazando a su blog, decidí seguir adelante con el mío y referirme al final a su muy interesante debate.
A mi modesto entender El lector cuenta una historia de amor profundísima entre dos seres humanos ordinarios, casi vulgares, desde esa perspectiva que a veces toma el arte y que tanto se parece curiosamente a la del derecho penal: la perspectiva estrictamente individual: se habla de estos seres humanos concretos en este tiempo concreto, de personas físicas hic et nunc y no de principios, símbolos, emblemas, ideologías o personas morales. Y en ese contexto histórico-biográfico determinado la historia es muy sencilla: la del primer amor entre un adolescente, Michael, y una bella joven cobradora de tranvía en Berlín, Hanna, como quince años mayor que él, de cuyo pasado nada sabemos, mientras que sí se nos ilustra sobre la clase social y circunstancias del joven en el Berlín de los primeros años cincuenta.
La peli me parece estupenda, aunque tiene algún momento poco logrado en la ambientación de los años sesenta (que también recorre), pero eso importa poco. Sólo las breves escenas en que Michael y Hanna salen de excursión por el campo (obviamente, antes de la construcción del muro) son tan deliciosas y típicamente alemanas en el espíritu de los Wandervögel que uno perdona algunos errores livianos. La fotografía está muy bien, la interpretación de Kate Winslet es extraordinaria y el núcleo del guión, lo que el guionista ha hecho de modo magistral, esto es, narrar dos historias en tiempos distintos en una unidad de acción sólo puedo calificarlo de maravilloso. Me quedé prendado.
El lector es, entre otras cosas, probablemente, una metáfora sobre la grandeza de los sentimientos de la gente sencilla, pequeña, la gente indefensa frente a las grandes maquinarias ideológicas, conceptuales, que definen el tiempo en el que viven y que, como monstruosos Molochs verbales las destruyen sin que tengan posibilidad alguna de defenderse; es más, sin que lleguen a entenderlas. ¿Cree alguien que la condición de Hanna (que no especifico aquí por no reventar la peli a quien no la haya visto) es inocente a la hora de enjuiciar qué posibilidades reales tuvo ella, Hanna Schmiz, de sobrevivir con una u otra dignidad a su tiempo? ¿No es obvio que la definición de todos los seres humanos como "seres en el tiempo" sólo puede ser excogitación de algún gran filósofo que, por añadidura, era nazi? ¿No hay una distancia abismal entre las posibilidades de Hanna y las de Hitler frente a su tiempo, que fue el mismo? ¿No es obvio, patente, palmario que si Hitler hubiera muerto prematuramente la vida de Hanna hubiera sido radicalmente distinta mientras que si Hanna hubiera muerto prematuramente la de Hitler hubiera sido la misma? ¿No es cierto que la relación hombre-tiempo es muy distinta según de qué hombres estemos hablando?
En cuanto a la culpabilidad, cuestión central en la película, desde luego, hay dos. Pero la esencial, la que constituye el meollo moral de la historia e invita a una atribulada reflexión no es la responsabilidad por el Holocausto (sin ser ello cosa baladí, desde luego) sino la que se deriva del hecho de que Michael, que sabe la causa verdadera por la que Hanna Schmiz admite haber redactado el informe incriminatorio, calla y permite que sea injustamente condenada. ¿Venganza por su primer amor frustrado? ¿Complicidad con la llamada justicia del vencedor? ¿Confabulación con la hipocresía que tan gallardamente denuncia su compañero de seminario? ¿Castigo suplementario de Hanna por haber tenido el pasado que tuvo? ¿Respeto a la decisión de ésta, libremente tomada en un sentido, en fín, heideggeriano? ¿Consumación de su amor mediante renuncia al ser amado? Que cada cual decida en un complejo problema moral que afronta un individuo concreto. Pero que no se olvide que siempre, siempre, que hay un problema moral, al final, decide un individuo; no una idea, un partido, una doctrina o un valor. Un individuo.
Para mí, Michael comete una acción repugnante, es culpable de una verdadera injusticia pues, estando a su alcance evitarla, no lo hace y permite que se condene a una inocente. Porque, haya hecho lo que haya hecho, Hanna es inocente en ese punto concreto y el primero que tendría que señalarlo es el futuro jurista Michael. Si hay una definición de injusticia que todos los seres humanos admitimos sin sombra de duda es la de que se castigue a un inocente sabiendo que lo es. Por eso creo no exagerar si interpreto que todo lo que sucede después en la vida de Michael, su fracaso matrimonial, su distanciamiento de su hija, su soledad e inadaptación es el resultado de su arrepentimiento por aquel hecho indigno que lo lleva a expiarlo como lo hace, pero no le impide coronar la historia con el fracaso definitivo que acaba como acaba.
Para mí estos son el mérito y la originalidad de la película. Vuelvo ahora sobre el asunto del Holocausto que, sin duda es importante, pero aquí sirve únicamente como telón de fondo para que comparemos dos formas del mal e, irónicamente, dos formas de víctimas. Estoy de acuerdo con Pablo Iglesias en adjudicar a la ejecución del Holocausto (no así también a su planeación) una dimensión funcionarial, administrativa, burocrática, y arrebatarle todo tinte épico. Pero eso tampoco aminora la calificación moral del plan en su conjunto como la acción del mal absoluto, trascendental, sobre la tierra, lo inconmensurable e inaprensible para la conciencia del ser humano. Lo inhumano absoluto ejecutado con la seriedad y eficacia de los funcionarios prusianos, la indiferencia de los burócratas kafkianos. Precisamente ese el punto de vista de la famosa peli de Stanley Kramer, Nurnberg en su título original que aquí se llamó, vaya por Dios, Vencedores o vencidos. Como se recordará se trata de un proceso a cuatro jueces nazis, cuatro hombres cultos, con claro discernimiento moral. Uno de ellos, escandalizado de que se les acuse de haber posibilitado el exterminio de cientos de miles, millones de judíos, en un momento se acerca a otro preso, un funcionario que estaba a cargo de los hornos crematorios, y le pregunta si fue posible aquello y el otro, sin perder su compostura, le dice que ciertamente, que todo depende de la logística de los campos, la cantidad de hornos, la rapidez y eficacia de su funcionamiento. Burócratas, desde luego. Obediencia debida, desde luego. Pero cegarnos al extremo de no ver que no todos eran iguales no nos lleva muy lejos: el cerebro que concibió aquella monstruosidad tiene una responsabilidad; quienes desde los puestos de mando de la sociedad, los jueces, los filósofos, los juristas, los profesores de Universidad, la explicaron, justificaron y aplicaron tienen otra (aunque no sea más que por el hecho, también señalado en la peli de Kramer, de que una negativa suya hubiera tenido un valor testimonial y moral que no hubieran tenido otras) y quienes llevaban a cabo las tareas rutinarias tenían otra. Señala Pablo muy bien lo tremendo de la pregunta de Hanna al juez: ¿qué hubiera hecho Vd. en mi lugar? Pero no sé si por modestia o reparos, no la lleva a sus últimas consecuencias que son que esa pregunta se nos hace a nosotros. ¿Qué hubiera hecho yo? Repito, al final somos los individuos los que tenemos que actuar solos y bajo nuestra responsabilidad.
Por último, lo de que la justicia es la justicia del vencedor siempre (a lo que hacia referencia la torticera traducción del título de la peli de Kramer al español durante la dictadura de Franco) es tan obvio que siente uno un poco de incomodidad al hablar de ello. ¿Acaso no es la justicia la aplicación de la moral del momento respaldada por la coacción, por la fuerza? ¿Y no es obvio que sólo puede haber fuerza allí donde no hay otra que la supere pues en tal caso es ella la fuerza? La justicia sólo es posible si está respaldada por la violencia que sólo es tal si no hay otra mayor que ella. Tal es la razón por la que, si no recuerdo mal, Anatole France encontraba absurdo que en el mundo hubiera más de un ejército ya que, al haber dos, uno tendría que ser inferior al otro y quedar eo ipso vencido. La justicia del vencedor es, en realidad, un pleonasmo. Sólo hay un modo de concebir una justicia que no esté respaldada por la fuerza, que no sea del vencedor: la de una sociedad anarquista.