Estupenda la peli de Sam Mendes, que ya está especializándose en coger el tranquillo a las neurosis colectivas de los gringos, desde que hizo aquella divertídisima American beauty. Ésta, en cambio, no es especialmente alegre sino bastante dramática, incluso con tintes melodramáticos que a veces bordean lo insufrible. Demasiado grito, demasiada tensión, demasiadas bronca y crispación. Menos mal que la pareja protagonista borda sus respectivos papeles y, gracias a la hondura de sus interpretaciones, las aguas turbulentas tienden a serenarse. Kate Winslet y Leonardo DiCaprio de nuevo juntos desde aquel inolvidable Titanic en el que lo más memorable eran ellos dos; más o menos como ahora. Han pasado unos diez años, son más maduros y, desde luego, no han perdido el tiempo. Espero que sigan actuando juntos de vez en cuando. Mendes podía hacer con ellos lo que hizo Truffaut con Jean- Pierre Leaud, siguiendo la trayectoria vital del personaje Antoine Doinel cuya primera aparición fue en Los cuatrocientos golpes. Tendría interés.
El guión de la peli es sobre la famosa novela de igual título (Revolutionary Road) de Richard Yates, publicada en los primeros sesenta en los Estados Unidos y es una historia que rezuma el espíritu delos cincuenta, tratado sin embargo con un descarnado realismo y una crudeza que deja un poso de amargura. Una joven pareja (Frank y April Wheeler) cree que porque ella tiene alguna indefinida dote para la interpretación teatral y en él anida una confusa vocación creadora son algo distinto, diferente del mundo pequeño-burgués, convencional, ramplón, miserable de la vida en la zona residencial (suburbs en inglés, que no son nuestros "suburbios") de Connecticut, EEUU. En poco tiempo descubren que no es así y ello produce una primera crisis de pareja.
Para rescatar su matrimonio y sus ilusiones juveniles ella concibe un plan de ruptura con su anodina existencia y que les permitirá probarse a sí mismos que, efectivamente, pueden llevar otra más auténtica, verdadera, apasionante: dejarán todo en los EEUU (la casita en la zona residencial, el rutinario empleo de Frank en una empresa de computadoras o algo así, su aburrida y mezquina vida social) y se instalarán en París. París como faro de la utopía generacional de los años cincuenta. Se despiden de los vecinos que, por supuesto se mueren de envidia, ponen fin -sobre todo él- a una vida de falsedad y doble moral y deciden asimismo que se despedirá de la empresa y en donde, por cierto, para retenerlo le hacen una proposición de ascenso, más y mejor de lo mismo, que recuerda mucho a las propuestas de empleo que hace un ricachón a la joven promesa de Dustin Hoffman en El graduado, de Mike Nichols, una peli de los sesenta con una temática similar pero, a diferencia de ésta, más optimista y menos amarga.
Lo tienen todo planeado: en París April trabajará en un organismo internacional y Frank podrá, por fin, dar rienda suelta a su creatividad, mientras sus dos hijos crecerán en un clima de genuina libertad, sin ridículos convencionalismos. Lo que sucede después forma parte del interés de la peli y no seré yo quien lo destripe.
La dirección es extraordinaria y la ambientación, muy buena. El estudio psicológico de los personajes del vecindario y los compañeros del trabajo de Frank magníficos. El título, claro, no es inocente. La pareja se encamina a vivir una revolución.