dimarts, 24 de febrer del 2009

El arte crudo.

En el Museo del Prado hay una estupenda exposición retrospectiva de Francis Bacon con obra representativa de toda su vida. También hay un vídeo que recoge una de las famosas entrevistas que le hizo David Sylvester allá por los años sesenta interesantísima de ver y escuchar porque en ella se aprende mucho del sentido y la técnica de la pintura de este genio del siglo XX. Se aprende, siempre que uno esté en guardia ante los intentos de Bacon de mistificar, de ocultar sus rastros de dificultar la comprensión cabal de su obra, muy poderosa y muy hermética. Por ejemplo, sostiene que él pinta directamente, con unos breves apuntes y sin dibujar nunca. Salta a la vista. Es la conclusión a que se llega con una primera visión de su trabajo: es pintura directa, sin dibujo previo y uno imagina lo complicado que tiene que ser eso. Sin embargo este dato es y no es cierto al mismo tiempo. Junto a la obra pictórica la exposición del Prado tiene una sala dedicada a exhibir parte del enorme legado de materiales de todo tipo, sobre todo gráficos, que dejó el artista a su muerte. Amplísimas colecciones de fotografías, reproducciones, libros, revistas gráficas: todo material a partir del cual trabajaba. No considerándose muy bueno en la pintura con modelos, tridimensional, se concentró en las representaciones gráficas de lo que quería pintar, dos dimensiones, y eso explica la relativa falta de necesidad del dibujo. Bacon es en buena medida un pintor de fotografías. En ciertos casos las fotografías no sólo le daban temas, sino también su tratamiento. Por ejemplo, tenía abundante material representativo de la fotografía secuencialista de Eadweard Muybridge con sus experimentos cinemáticos de un perro caminando o de dos luchadores en el ring, etc. Bacon se valió sistemáticamente de Muybridge para plasmar la variedad de posiciones de sus figuras y su movimiento. Sobre todo el movimiento, que es una de las características esenciales de la obra del artista. Él mismo era fotógrafo o se hacia retratar por amigos fotógrafos y usaba luego las tomas como base para retratos y autorretratos.

Esa influencia fotográfica se exacerba en el caso de la fotografía en movimiento, el cine. Algunas de las piezas que se muestran en la exposición atestiguan la muy conocida influencia que ciertas películas ejercieron sobre la obra de Bacon, desde luego, El acorazado Potemkin, con las escenas en la escalera de Odessa y el primer plano de la niñera alcanzada por un proyectil y tambén Intolerancia, de David Griffith o Napoleon, de Abel Gance.

Pero todo esto no son sino consideraciones formales, triviales para lo que es el auténtico interés de la pintura de un autor sin parangón, único, que retrató el sentido más profundo de su época, casi todo el siglo XX (nacido en Dublín en 1909 y muerto en Madrid, en 1992), así como su propia peripecia personal, su vivencia en él, creando una forma de expresión pictórica original, de enorme belleza e impacto y bastante dificultad de entendimiento. No es infrecuente encontrar gente que no soporta a Bacon; algunos lo encuentran repulsivo (esa sensación es muy común), otros provocador, otros insolente, desagradable, etc. Lo que no suele suscitar es indiferencia.

Un recurso muy habitual a la hora de explicar la obra de Bacon es recurrir a su biografía para justificar las peculiaridades de su obra. Suelen mencionarse las difíciles relaciones con su padre y, por supuesto, su homosexualidad muy activa en una sociedad como la británica a mediados del siglo XX en que este comportamiento era un delito. Se añade su temperamento bohemio, sus etapas de intenso alcoholismo y su turbulenta vida de pareja con amantes, a veces delincuentes. Y se corona con su tendencia a la expatriación. ¿Qué puede ser más significativo para un británico que le digan que otro británico prefiere Montecarlo o incluso Marruecos y Argelia para vivir que Gran Bretaña? Tal era el caso de Bacon.

Sin duda su biografía es importante, decisiva en su obra en la que se aborda la temática homosexual de modo permanente. Pero no es la clave completa ya que ésta viene dada por las convicciones religiosas y filosóficas del autor: su ateísmo militante y su existencialismo, convicciones que ilustran muy bien su modo de presentar la figura humana, la condición humana como condición puramente animal, sin grandes diferencias con los perros. Condición animal que, llevada a su última consecuencia le hace presentar la carne como material de trabajo en los mataderos. Así se entienden esas interpretaciones de las crucifixiones en las que tanto trabajó a lo largo de su vida y que son espectáculos que me atrevo a decir que uno no puede olvidar. Y por cierto que en ellas está toda la historia de la pintura porque este nihilista autodidacta era un pintor absolutamente vocacional. No hubiera podido hacer otra cosa en la vida. Él mismo reconoce que en sus crucifixiones (el punto supremo de la iconografía cristiana, sobre todo católica) se encuentra desde el crucificado de Mathias Grünewald hasta el de Picasso y después de su muerte (de Bacon) se pudo saber que también había acudido a presenciar ese extraño espectáculo que sólo se representa cada diez años de la pasión de Oberammergau. No quiero extenderme mucho en este extremo y se me permitirá que considere a Bacon un pintor metafísico, un pintor ateo metafísico.

Esa posición filosófica impregna también su modo de abordar su temática que fue abrumadoramente retratística. Retratos que no son figurativos ni no figurativos y que resultan de imposible clasificación. Habiéndosele seleccionado en sus comienzos para una muestra colectiva surrealista fue rechazado por no serlo suficiente. En alguna ocasión se le ha considerado expresionista, pero siempre con su rechazo. Bacon es Bacon y constituye un estilo por sí solo. Sus retratos son interpretaciones de las personas en clave propia, distorsionadas a extremos que resultaban a veces desagradables a los mismos modelos, razón por la cual él volvía a preferir trabajar sobre fotografías de los retratados antes que al natural y este criterio lo aplicaba incluso en el caso de modelos muertos. Sus celebérrimas versiones del retrato del Papa Inocencio X de Velázquez están hechas sobre reproducciones y el autor confiesa a Sylvester que, habiendo pasado una temporada en Roma, no se acercó a contemplar el original. Distorsiones, anamorfosis, todo vale para dar una visión habitualmente cinética de las personas (que están aullando, o girando sobre sí mismas, o moviéndose o agachándose, todo ello extraído del estudio prolijo de Muybridge) en espacios insólitos, rotos y recreados por el autor, cajas de vidrio, barreras y marcas que delimitan a su antojo el lugar de la representación.

En su última etapa pintó gran cantidad de trípticos, técnica en la que se condensan diversas referencias, el carácter sacro de los retablos y, según él mismo decía, las fotos de fichas de la policía, una de un lado, otra de otro y la tercera de frente. Quien haya visto el Tríptico de 1973, ilustrando la muerte por suicidio de su amante George Dyer reconocerá la potencia expresiva de la técnica.

A lo largo de su vida Bacon, que era un perfeccionista, destruyó una gran cantidad de obra propia que no le satisfacía. Era muy autocrítico. Lo reconoce en el vídeo de Sylvester. Con lo cual se conserva poca obra suya de sus comienzos. Pero alguna hay y su exposición en esta muestra permite ver algo con mucha claridad: cómo el pintor se mantuvo fiel a su forma peculiarísima de ver y representar el mundo, pero cómo también fue perfeccionando su estilo, purificándolo hasta hacerlo sublime. Que la sangre, la violencia, la carne abierta en canal, los vómitos, las defecaciones, la miserable condición humana sin esperanza, sin sentido, sin ilusión pueda llegar a ser sublime es el misterio del arte.

(La segunda imagen es un Estudio para cuerpo humano, de 1949 y la tercera un Retrato de George Dyer en un espejo, 1968).