En una entrada anterior dedicada a una exposición de la Fotografía estadounidense de los años treinta y cuarenta de la Fundación Mapfre, titulada La mirada aviva la vida ya se anunciaba que la dicha Fundación pensaba dedicar sus salas de General Perón sólo a fotografía, llevando el resto del arte a Recoletos y que estaba prevista una monográfica sobre el gran Walker Evans. Héla aquí.
Son un par de cientos de fotos en gelatina de plata, puro vintage que me parecen estupendas, aunque a lo mejor luego llega me primo, que es fotógrafo, y dice que son una mierda. El tiempo va de fines de los años veinte a los sesenta del siglo pasado y la temática: Nueva York y algunas otras ciudades (sobre todo arquitectura, pero también escenas callejeras) de los States, como Chicago, el Sur y otras zonas en los años de la gran depresión y el metro neoyorquino, con media docena de copias de fotos tomadas en la Cuba de la dictadura de Machado.
A Evans, uno de los grandes de la fotografía de estadounidense, le ocurrió lo que a otros colegas como Steichen o Strand, esto es, que se impuso en el gremio rebotado de otra primera afición o vocación que no llegó a cuajar. La suya fue la literatura con la que, sin embargo, mantuvo una intensa relación. Cualquiera que vea las célebres fotos de los tipos humanos durante la represión, los paisajes en grises ominosos, los espacios abiertos en los que la esperanza está siempre allende el horizonte, los primeros planos de rostros con expresión ausente, hastiada, abofeteada por la vida, recuerda de inmediato Las uvas de la ira.
Evans, que trabajo más de veinte años como responsable de fotografía de la revista Fortune tenía una concepción de su arte hecha de sobriedad casi minimalista, economía de expresión, inmediatez y fuerza que curiosamente dan a sus creaciones una impronta simbólica que trasciende al tiempo y, cuando eso sucede, sabemos que estamos ante un clásico. Todo cuanto está vinculado a la época se esfuma y cuando uno pasea por la galería de las imágenes está uno viendo un torrente de significados que lo llaman directamente como si fueran parte de nuestra vida misma. Y lo son.
Negándose a poner la fotografía al servicio de una idea cursi e hipostasiada del arte, a bofetadas con todo lo que pudiera recordar el pictorialismo, Evans consigue fotografiar la realidad que lo rodea con una mirada cruda, ingenua, directa, simple, con la poética sencillez de un haiku japonés. Fabulosos esos rostros ausentes, fotografiados en el metro de Nueva York con cámara oculta, gente de ayer, de hoy, de mañana, las mil caras de la humanidad que se muestra al exterior con la mirada vuelta al interior.