La tormenta.
(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXXI), titulada La elasticidad del tiempo.
Según Eugenio se sentaba y se acomodaba a mi lado pude comprobar por la ventana que el tiempo, ya desapacible cuando llegué al Comercial, empeoraba perceptiblemente. Ya daba por casi cierto que para cuando hubiera terminado mi conversación con el hijo de Daniel, estaría lloviendo, lo que no me permitiría ir disfrutando del paisaje durante el trayecto. Como si adivinara mis pensamientos, Eugenio dijo:
- He oído que viene una tormenta fenomenal.
- ¿Cómo te va?
- Bien.
- ¿Bien, bien?
- Fenomenal.
Todo era fenomenal.
- Tu padre dice que quieres abandonar la carrera.
- Jo, el viejo. Da mucho la brasa con eso pero no es verdad.
Tenía a Eugenio por un chaval excelente y lo quería casi tanto como a mis hijos con los que, sin embargo, él no congeniaba porque los encontraba muy mayores o ellos muy pequeño a él. Lo conocía desde niño y siempre me llamó la atención una madurez suya superior a su edad. Además me parecía muy guapo y muy inteligente. Seguramente por eso nos llevábamos tan bien.
- ¿No es verdad?
- No. A ver: estoy en tercero, tengo veinte años, que no está mal y llevo estudiando desde ni me acuerdo. Le he dicho que quiero parar un poco, esperar, largarme, pensar. Corto por una temporada, quizá un año, quizá menos, luego vuelvo. Voy a terminar, no soy gilipollas. Quiero ver un poco el mundo, no pasar.
- Pero corres el peligro de no reengancharte, de abandonar; luego, cuesta mucho volver...
- Sí, eso es lo que dice el viejo. Pero bueno, ¿y qué? Es mi vida, ¿no? Que no, hombre, que eso no va a pasar.
- Además, si andas tonteando, aflojando, te bajará el expediente académico.
- ¿Y para qué quiero tener un buen expediente? Los McDonalds están llenos de expedientes geniales.
- Y ¿por qué crees que vas a terminar en un McDonalds? Puedes hacer oposiciones a juez.
- Paso como de la mierda.
La cosa estaba peor de lo que suponía. Eugenio no era ya un chaval. Tenía las ideas claras. Probablemente equivocadas pero claras. Pensé que no iba a ser tan fácil como creía en un primer instante. El tiempo corría y el día se oscurecía por momentos. En la calle se había levantado viento. Tendría que aplazar la conversación con Eugenio. Se lo dije. Le dije que tenía algo de prisa, pues salía de viaje.
- A dónde vas?
- No sé. A Melilla en un principio.
- ¿Cómo?
- En coche.
- ¿Asuntos de negocios?
- No. Estoy de excedencia. Me voy de visita. Quizá siga luego por Marruecos.
- Pues si quieres que sigamos hablando, puedo ir contigo.
- ¿Hasta Melilla?
- O me vuelvo antes; no sé. No tengo nada que hacer y me apetece dar un rulo.
- ¿Y qué van a decir tus viejos?
- Nada, supongo. Ya los aviso ahora- y sacó el móvil- si estás de acuerdo.
"¿Por qué no?", me dije para sentirme fiel a mí mismo. Una novedad. Y era cierto: podríamos hablar por el camino. Además sería entretenido. Nos pusimos de acuerdo, pagué y salimos. El viento arreciaba. El cielo estaba oscuro, la luz era gris plomo. Venía tormenta. La gente apresuraba el paso. Mientras Eugenio hablaba por su móvil yo llamé a Caridad pero no la encontré. En cambio di con Olga y le dije que llamaba para despedirme pues me iba de viaje.
- Pero si llevas diez o veinte días de viaje, tío.
Era cierto. Entonces recordé que ya me había despedido de ellos. Simplemente se me olvidó y, al advertirme Daniel de que avisara a los míos no se me vino a la memoria que ya lo había hecho. Es lo que pasa con las admoniciones de la vida ordinaria: se imponen revestidas de cierta dimensión moral que te empequeñece y te hace sentir culpable, sin capacidad de respuesta.
- Bueno es que ahora estaba de paso y vuelvo a marcharme. Ya os cuento más si consigo conectarme esta noche.
- Vale, ciao.
- Tú ¿qué tal estás?
Pero Olga ya había colgado. Era una muchacha expeditiva. Me di cuenta de que Eugenio me alargaba su móvil.
- Es mi viejo. Quiere hablar contigo.
- ¿Qué coño vais a hacer? -bramaba Daniel.
- Ya ves. Quiere venirse conmigo. ¿Tienes algo en contra?
- No pero mándalo pronto para casa. ¿Habéis hablado algo?
- Sí pero está muy duro. Creo que vas a tener que dejarlo de momento.
- Bueno, bueno, tú sigue; no quiero perder las esperanzas.
Salimos de Madrid por la carretera de Andalucía y, viendo que llevábamos la tormenta pegada a los talones, traté de pisar el acelerador, pero Eugenio no me dejó, diciéndome que respetara los límites de velocidad. Era algo que me llamaba la atención en la gente de su edad que combinaba un radicalismo ideológico y social grande con una actitud de respeto por bastantes normas de convivencia civilizada, cosas que en mi concepción bastante estereotipada de la juventud no solían ir de consuno. Así que me atuve a las normas, siempre con la tormenta detrás. Cruzamos una Mancha con un cielo bajo y oscuro que metía miedo pero el clima entre nosotros había ido distendiéndose y charlamos alegremente saltando de un tema a otro. Creo que los dos estábamos contentos de la decisión. Él rompía una rutina y yo me había buscado un compañero de viaje con el que congeniaba. Me habló de la música techno y de los escritores de ahora. No tenía aficiones literarias. Simplemente estaba bien informado. Le tiraba más la acción colectiva, el voluntariado. Daba vueltas a pasar unos meses en algún punto de la costa del Sur en contacto con inmigrantes, sinpapeles y cosas así. Yo le hablé de la vida de mayor y de lo que él llamaba el glamour del triunfo, protestando de que me tuviera por un triunfador cuando no paso de ser un pringao. Hablamos también de política en la que él se inclinaba por los partidos verdes a los que criticaba que no fueran capaces de unir fuerzas; la política nos llevó a preguntarnos por la idea de justicia y de la justicia saltamos al Derecho. Quise volver por mi compromiso de plantearle algún tema profesional pero se zafó diciéndome que el Derecho era siempre el mismo rollo, según de qué lado te situaras en la polémica entre la idea de Protágoras de que el Derecho es la ley del más fuerte y la de Licofrón de que es la ley del más débil y así, en ese vaivén se resume toda la preocupación jurídica. Ese era el segmento en el que estamos todos insertos. Del Derecho volvimos a la música a través de la idea de armonía y de aquí, por una sencilla asociación de ideas, al matrimonio que formaban sus padres. Eugenio estaba convencido de que en la pelea que mantenía con su viejo, la madre estaba de su lado. Yo tenía mis dudas aunque sus razonamientos, adornados de experiencias concretas y recuerdos eran convincentes.
La tormenta nos alcanzó tomando café en el alto de Despeñaperros. Empezó a caer agua y salimos disparados de nuevo porque se me ocurrió pensar que, si nos retrasábamos y dejábamos que la tormenta fuera por delante y llegara a Almería antes que nosotros, era posible que cancelaran el servicio de ferry a Melilla. Pasado Bailén, en donde Eugenio se empeñó en que lo dejara conducir, tomamos la carretera de Sierra Nevada y, a la altura de Albolote, giramos a la izquierda, buscando Almería a donde llegamos siempre con la tormenta detrás. La mar estaba picándose cuando alcanzamos al muelle. Allí mismo Eugenio, al que hacía ilusión embarcarse en aquellas circunstancias, decidió seguir conmigo hasta el otro lado. Tuvimos suerte porque nos admitieron en un ferry a punto de salir y del que luego supimos que era el último con lo que, cuando llegamos a Melilla, con una travesía muy movida, la plaza se había quedado aislada de la península en lo que ya era un temporal. Estaban decretadas alertas de varios colores y, según las noticias, los servicios de emergencia no daban abasto en Andalucía oriental. Llegamos de noche cerrada. La subida al parador, atravesando un barrio moruno por cuyas calles pinas bajaba el agua a raudales tuvo algo de aventura. Sólo entonces se le ocurrió a Eugenio preguntarme si conocía Melilla.
- Sí, claro, mucho.
- Y ¿tú crees que esto es España?
- Esa es algo que aquí levanta pasiones. No se te ocurra cuestionarlo.
- Pero tú ¿lo crees o no?
- Mira, yo no creo nada. Sólo te digo que la ciudad me gusta mucho. Una vez escribí un cuento por entregas en un periódico ambientado aquí. Se llamaba Intriga en Melilla.
- Vaya.
Era una historia de crímenes, como de detectives. Ya no recuerdo bien. Es que, aunque parezca mentira, uno puede olvidar incluso lo que uno se haya inventado.
- Ya te digo. Eso lo que más.
Pedimos una habitación doble para ahorrar y pasamos un rato en un balcón, respirando al viento y a la lluvia ante lo que, según mis cálculos, había de ser el Monte Gurugú que ahora no se veía por estar oculto tras la tromba de agua.
- ¿Y la verja? ¿Se ve la verja?
No, no se veía y yo empecé a pensar que quizá no hubiera sido tan buena idea que Eugenio se sumara al viaje. Pero ahora ya no tenía remedio. Por la mañana le propuse que saliéramos a a desayunar algo a la ciudad y a comprar algo de ropa para él. Camino de la calle más comercial, mientras el agua seguía cayendo a raudales, le dije:
- No sé si esto es o no España pero te puedo decir que Melilla es una de las ciudades más españolas que conozco.
- Eso sí que mola- respondió.
- De las más españolas- insistí. Y muy catalana.
- Remola.
(Continuará).
(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley (1894).