A paso de elefante, seguro, tranquilo, firme es como se ha desarrollado la obra de la larga y fructífera vida de José Saramago hasta estos espléndidos ochenta y seis años de creatividad y maestría. Porque hace falta mucho de ambas para acometer un divertimento como el de este relato (El viaje del elefante, Alfaguara, Madrid, 2008, 270 págs) con la gracia, elegancia y fluidez de prosa de que da muestra el escrito, a la par que el despliegue de una posición filosófica escéptica de raíz pero de fortísima simpatía por los seres humanos, los del montón, los anónimos, los que no son nada, los que quizá luzcan un segundo por casualidad en el turbulento escenario de la vida para sumirse de nuevo en un silencio, oscuridad y olvido impenetrables. Una actitud ésta del escritor portugués que siempre me ha recordado mucho a la de Bertolt Brecht probablemente, supongo, porque ambos comparten una convicción comunista de fuerte raíz artística, creativa y humanista que revela el mejor rostro del comunismo, el de los humillados y ofendidos, ajeno al gesto lívido y rígido del sectario, el dogmático, el burócrata que acabaron prevaleciendo en la doctrina por la muy pedestre razón de que la mierda siempre flota. Y junto a esto, y por si fuera poco, Saramago aporta una vasta, polifacética cultura, popular y académica al tiempo que, como el agua remansada, acaba impregnando los poros de los diques de contención y manando por los intersticios, para solaz de los lectores que la descubren por el reflejo repentino del rayo de sol que devuelve como al desgaire.
Se deducirá de esta primera andanada lo mucho que me ha gustado este último libro del premio Nobel. Y se verá, también, porque poco más es lo que hay que decir sobre él ya que es lo dicho, un divertimento, una anécdota, una historia ligera (aunque cargada de enseñanzas sobre el alma humana y las relaciones sociales, así como sus matices lingüísticos, que Saramago jamás da puntada sin hilo) que narra la de un viaje de un elefante que en el siglo XVI regala el Rey de Portugal, Juan III, al archiduque de Austria y futuro Emperador Maximiliano II, yerno del César Carlos y residente en aquel momento en la ciudad de Valladolid. El elefante, de nombre Salomón por entonces en Lisboa, ha de viajar, guiado por su cornaca Subhro. Ambos dos, elefante y cornaca, habrán de cambiar de nombre por arbitraria, caprichosa decisión imperial en un episodio seguramente inventado, ya que el autor mezcla libremente lo histórico con lo imaginario, que sirve a Saramago para subrayar en un par de párrafos la abismal distancia que la sociedad europea del XVI establecía entre un Emperador y un cornaca, entre un Rey y un siervo. Por lo demás como la que, aunque reducida, también hay entre un cornaca y un capitan del ejército real portugués que está al mando de la tropa que custodia al paquidermo. Y sin embargo ambas distancias acaban puenteadas por la gran sabiduría, las dotes de observación y la habilidad de Subhro en el trato humano, todas ellas aguzadas, como suele pasar también en las obras de Brecht, por la imperiosa necesidad de sobrevivir en un entorno hostil.
Los únicos personajes por los que el autor, viejo anticlerical revenido, no siente simpatía alguna y a los que retrata en su inhumana doblez y su miseria moral son los curas, tanto el párroco aldeano que pretende simular un exorcismo sobre el proboscidio, como el de Padua, que se inventa un milagro para comunicar al concilio de Trento, ya que el relato sucede en el momento de reacción de la Iglesia católica frente al desafío luterano. Pero, ¿qué vamos a hacer? Yo también creo que los curas no tienen arreglo pues llevan el veneno del odio a la especie humana en el alma. Y asimismo creo que si alguna vez está el anticlericalismo "trasnochado", como dicen los meapilas, será porque el clericalismo esté, como el Estado según Engels, en un museo de antigüedades, junto a la rueca y el uso, cosa que, de momento, no se avizora.
El elefante habrá de llegar hasta Valladolid, por entonces sede de la corte imperial, debidamente escoltado por tropas portuguesas y de allí, custodiado a su vez por austríacos, hasta Viena. Es, pues, un relato de viaje; pero un relato de viaje contado por Saramago es mucho más que un relato de viaje; es también un oráculo manual de religión comparada (jamás olvidaré la burlona analogía entre la Trimurti hindú y la Santísima Trinidad cristiana), un estudio de psicología humana y animal (si a los animales, con permiso de Saramago, como diría el mismo Saramago, se les puede permitir tener psicología), de sociología de la época y de paisajística. Aunque el autor dedica un par de páginas a burlarse de sí mismo y poner de relieve su incapacidad para describir la magnificencia de los Alpes en invierno, en especial de los pasos del Isarco y de Brenner, lo que acaba consiguiendo es una maravillosa descripción perfectamente metaliteraria del paso de la comitiva imperial con el elefante por los Alpes, con un irónico recuerdo al cruce de Aníbal cuyo punto culminante es este diálogo entre el cornaca Subhro (que por entonces ya se ha visto obligado a llamarse Fritz como el elefante ha pasado de Salomón a Solimán) y el campesino en cuya casa pernocta en Bolzano: "Nací en la india y soy cornaca, Cornaca, Sí, señor, cornaca es el nombre que se les da a quienes conducen los elefantes, En ese caso, el general cartaginés también traería cornacas en su ejército, No llevaría elefantes a ninguna parte si no hubiese quien los guiase, Los llevó a la guerra, A la guerra de los hombres, Pensándolo bien, no hay otras, El hombre era filósofo." (p. 227)
No es, desde luego, lo menos llamativo del libro, la rara perfección a que ha llevado Saramago su peculiar sintaxis y que conserva toda su fuerza en la magnífica traducción de su esposa, Pilar del Río, a quien está dedicado el libro. A lo mejor es preciso llegar a este grado de compenetración conyugal para ser tan competente traductora. Y con la sintaxis, el conjunto de su estilo, que ha ido evolucionando a lo largo de los años de obra tan rica y variada, convirtiéndose en algo personalísimo y único, el signo claro del genio creador y que ha tocado desde temas de calado filosófico, como el Ensayo sobre la ceguera o hermenéutico, como El Evangelio según Jesucristo, pasando por asuntos de recia estirpe literaria como El hombre duplicado, hasta llegar a esta obra última en la que la maestría y la profundidad del pensamiento de este octogenario joven fluyen con la mesura de un clásico, la alegría incontenible de un rabelaisiano, la elegancia de un conceptista y el toque de genialidad del propio autor cuya lectura es un deleite tan genuino como el que sentimos al ver y escuchar ese hipotético "arroyo cristalino" del que Saramago se ríe con una risa antigua y sabia.