Parece que el año va a acabar con tantas mujeres asesinadas a manos de sus parejas masculinas como el anterior. Es razonable por lo tanto preguntarse por la eficacia de la legislación integral en contra de la violencia de género aprobada ahora hace cuatro años (Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género) que no parece ser capaz de contener esta matanza. Es más, según voces autorizadas como la de la magistrada María Sanahuja (Las denuncias falsas) los efectos podrían estar siendo contraproducentes.
Sin duda hay que abordar el problema con espíritu crítico, abierto, sin prejuicios y sin actitudes demagógicas. Como siempre que se evalúan los efectos de la legislación sobre un fenómeno social tan complejo, difundido y, sobre todo, enraizado en nuestra sociedad, lo primero que llama la atención son los efectos no queridos y hasta perversos de la norma que denuncia el citado artículo de la señora Sanahuja. Cuestión tanto más difícil cuanto que no es posible comparar estas disfunciones reales con la hipotética situación de que la ley no estuviera en vigor, dado que es una típica cuestión contrafáctica. ¿Cómo estaríamos si la ley no se hubiera promulgado? Probablemente peor pero no puede demostrarse. La norma se promulgó para responder a una amplia demanda social y fue muy bien recibida por los sectores directamente implicados en el problema. Lo más razonable es revisarla a la luz de los resultados en este cuatrienio y reformarla para impedir su utilización fraudulenta y mejorar su eficacia. Tarea en la que tiene su importancia también determinar la adecuada relación entre la finalidad perseguida por la ley y los medios a disposición de quienes han de aplicarla.
En todo ello es insensato olvidar que la Ley mencionada es un intento de atajar un fenómeno producto de una forma tradicional, secular, de organización social que consagra como algo natural (cuando no de mandato divino) la supeditación de la mujer al varón; algo que no solamente procede de un pasado atávico sino que sigue contando con amplísimo apoyo en los usos y costumbres contemporáneos. Toda institución que ampare discriminaciones por razón de sexo está aportando aliento a la violencia de género. Esto que resulta tan evidente en abstracto se complica cuando se abordan sus manifestaciones concretas. Por ejemplo: ¿coadyuva o no a la violencia de género el hecho de que las mujeres no puedan ser sacerdotisas en la Iglesia católica, la confesión más extendida en España?
Me parece que sí. Y me parece también que ello apunta a otra complicación todavía más endemoniada como es que muchas posibles víctimas de esta violencia la vean como algo inevitable y, en el colmo de la abyección moral, como un derecho de los varones, cosa que se evidencia al contemplar a veces comportamientos asombrosos en muchas mujeres que, de una forma u otra, protegen o defienden a sus potenciales asesinos. Está claro: la violencia de género se da en el terreno opaco de las relaciones sentimentales en donde puede quebrar gran parte de la lógica social de coste/beneficio que preside la intención legal de proteger un bien jurídico. Si una persona se entrega a otra por entero hasta reconocerle el derecho a hacerle daño, incluso a matarla, la ley se ve obligada a moverse en ese incómodo espacio tan difícil (pero no imposible) de justificar consistente en proteger a alguien en contra de sí mismo. No, no es fácil.
Cuatro años de vigencia de una norma que pretende cambiar costumbres ancestrales, sobre las que se yergue la estructura patriarcal de nuestra sociedad, consagrada en sus creencias, en su lengua, en sus artes (los celebrados temas de la "doma de la bravía" son buen ejemplo de ello), en su organización laboral, religiosa, etc, es un tiempo infinitesimal. Por supuesto que hay que hacer balance de los resultados y mejorar lo que se pueda. Pero no hay que olvidar que las sociedades no se cambian sólo por decreto sino que es preciso inducir cambios de mentalidad y esos, que implican la educación tanto de niños como de adultos, son muy lentos.
Tampoco es disparatado pensar que la violencia de género que no remite viene movida en parte por los avances en el proceso general de emancipación de la mujeres. Muchos hombres que pierden su preeminencia reaccionan violentamente. En parte esa violencia es un peaje que las mujeres tienen que pagar por su liberación. Un peaje que hay que eliminar radicalmente, por supuesto.
Esta vergüenza tiene que acabar. No lo hará de la noche a la mañana y no hay que equivocarse en el diagnóstico. La ley es una buena ley y nos lleva en la dirección correcta. Habrá que revisarla para corregir sus defectos, hacerla más eficaz y evitar los fraudes. Pero vamos por el buen camino, las mentalidades están cambiando, las connivencias y complicidades institucionales, morales, consuetudinarias (piénsese, por ejemplo, en la detestable costumbre de los chistes machistas, tan frecuentes en las sobremesas en España incluso en presencia de mujeres) se van reduciendo. Encuentro que una prueba de ello es la cantidad de criminales que, una vez asesinada su pareja, convencidos de su ignominia, vuelven el arma contra ellos mismos.
Hace bien pocos años el llamado "crimen pasional" no sólo no era visto como un acto vergonzoso sino que se tenía por timbre de gloria y orgullo. Hoy eso es impensable
(La imagen es una foto de Tomás R Vigo, bajo licencia de Creative Commons).