Nuestro tiempo tiene una deuda contraída con la juventud. Todos la tienen o la han tenido en mayor o menor medida y en todos esa deuda se ha pagado de una u otra forma. Hoy también parece que esté pasando. Anoche varios cientos de manifestantes en Madrid y Barcelona provocaron disturbios callejeros, encontronazos con la policía, asaltos a comercios, sucursales bancarias y destrozos del mobiliario urbano. Eran concentraciones espontáneas en solidaridad con los jóvenes griegos que también ayer salieron a la calle en plena huelga general a seguir enfrentándose con la policía.
La espontaneidad es un rasgo característico de la juventud; la solidaridad desinteresada, otro. Parece que en los hechos de ayer podemos ver un comienzo de extensión de los disturbios de Grecia a otros países del entorno en que se dan circunstancias similares a las griegas.
Supongo que habrá mucha gente, sobre todo publicistas, columnistas, tertulianos y otros especímenes de la clase parlanchina que desaprobarán estos comportamientos en muy diversos tonos, desde los condenatorios inflamados de los guardianes del orden público que pedirán mano dura y represión, hasta los comprensivos que se harán cargo de que hay un creciente descontento entre los sectores juveniles que se debe canalizar constructivamente ya que éste del vandalismo urbano y los destrozos callejeros no son el camino sino un yerro. Y donde los unos pedirán que se empleen a fondo los antidisturbios los otros exigirán que lo hagan los servicios sociales.
En realidad, como están las cosas en el mundo, lo raro es que estas manifestaciones no sean más frecuentes, más amplias y más duraderas. Y me explico: tratemos de ver la realidad globalizada con los ojos de un/a chaval/a de veinte años. ¿Qué vemos?
Un sistema económico con unos defectos estructurales muy graves, sumido en una crisis de proporciones pavorosas, que genera paro y desigualdades crecientes en el primer mundo y hambre y miseria en el tercero; que se basa en un crecimiento ilimitado a costa de destruir el planeta; que se mueve tan solo por el afán de acumulación de riquezas en cada vez menos manos; que antepone el consumo compulsivo a cualquier otro tipo de valores y que, al mismo tiempo, es incapaz de garantizar los medios imprescindibles para acceder a él; que condena a la inmensa mayoría de la población a una vida de subsistencia en la inseguridad de puestos de trabajos precarios y que no permite que los jóvenes puedan encarar proyectos vitales satisfactorios porque pone dos elementos esenciales de estos como son el empleo y la vivienda fuera de su alcance; un sistema gestionado por una oligocracia de ladrones y corruptos que se ha enriquecido y sigue enriqueciéndose mediante un capitalismo criminal de rapiña que, además de robar los ahorros de infinidad de ciudadanos los condena a estar entrampados toda su vida.
Un sistema político también corrompido en el que bajo la pátina de las libertades democráticas, late el fascismo de la brutalidad policial, la represión sistemática, la universalización del tratamiento penitenciario, el empleo de la tortura, una administración de justicia corporativa, muchas veces arbitraria y que suele ser cómplice de los desmanes de los aparatos represivos; un sistema en el que ninguna fuerza política osa plantear alternativa alguna al organizado desorden existente sino que todas se adaptan servilmente a proteger los intereses de la oligocracia, los quinientos de la lista de Forbes y sus siervos en las administraciones públicas y el Estado de derecho y en el que los discursos políticos de cambio y renovación no cuestionan jamás el status quo dominante y comparten con los conservadores y/o reaccionarios la consagración de la dictadura del capital nacional e internacional.
Todo ello acompañado o en el contexto de un sistema social de feroz lucha por la existencia, carente de toda estructura real de valores pero en el que todos los días se predica sobre ellos en discursos justificativos, falaces y cómplices, articulados en las universidades, los think tanks financiados por las empresas y subvencionados por los estados, los púlpitos de unas iglesias retrógradas cuando no directamente delictivas; discursos formulados por intelectuales a sueldo que no solamente han perdido toda arista crítica si no que tienen a gala servir como lacayos a los intereses del capital, y difundidos por unos medios de comunicación que no son otra cosa que la voz de los consejos de administración de las mismas empresas que explotan a la gente, esclavizan a los inmigrantes, negocian con las guerras, esquilman al tercer mundo y condenan al hambre a la población de los países pobres.
Cualquiera que tenga veinte años y viva en esta situación tiene que sentir que le hierve la sangre cuando ve que un agente del "orden" descerraja un tiro a bocajarro a un chaval en plena calle. Hierve cuando se es mucho mayor, ¿cómo no lo hará cuando uno todavía cree no solamente que haya que poner coto a la injusticia, oponerse al crimen, acabar con la corrupción, impedir los abusos policiales si no que además está dispuesto a ponerlo en práctica porque su grado de implicación en toda esa miseria es nulo?
Se entienden muy bien las jeremiadas de las buenas conciencias: quizá tengáis razón, es posible que haya que nombrar una "comisión de expertos" para estudiar la situación real (no nos hagamos ilusiones, por favor) de la juventud y haga algunas propuestas, pero lo que no es admisible es la violencia indiscriminada, los disturbios callejeros, generalmente movidos por una minoría de grupúsculo. Se entiende muy bien, en efecto, pero no merece ni respuesta porque ¿conoce alguien modo más eficaz de obligar a la sociedad a reaccionar que las manifestaciones callejeras à tout hazard cuando tienen el suficiente seguimiento?
Claro que el empleo de la violencia es condenable en todo tiempo y lugar... salvo en el caso de la legítima defensa. Y un caso de legítima defensa es el que se ha dado en Grecia frente a la brutalidad policial, brutalidad que ha venido siendo repetida y creciente en los últimos años en nuestras ciudades, en Madrid, Vitoria, París, Génova, Seattle, etc. Es posible que tengamos que resignarnos a vivir en sistemas económicos, políticos y sociales injustos, desiguales, incompetentes y destructores de la biosfera, pero no se ve por qué haya que aguantar la arbitrariedad y la brutalidad de la policía.
(Las imágenes son fotos de La Haine, bajo licencia de Creative Commons).