dimarts, 18 de novembre del 2008

Caminar sin rumbo (XIV).

Reencuentro.

La verdad es que, además de pasar unos días al borde del Mediterráneo, corriendo el riesgo que comporta este mar de sugerir a los escribas vehementes tonos lírico-mitológicos, llegué a la ciudad de X*** con la intención de visitar a un viejo amigo a quien había tratado mucho en los años de la Universidad. Era por entonces un joven alto, bien plantado, guapo, con un éxito arrollador entre las chicas, extrovertido, amante de los deportes por las mañanas y las francachelas por las noches, dedicado al estudio en los tiempos que estas actividades le dejaban libre, así como Churchill cuenta que pasó unos años en Oxford estudiando en el poco tiempo que le quedaba libre entre regata y regata. Vlam, que así llamaremos a mi amigo, había ingresado en la Academia militar pero la dejó para seguir carrera civil. Tenía un carácter autoritario y valoraba mucho la disciplina, razón por la cual, quizá, se hizo rojo de inmediato y participó en las luchas estudiantiles de finales de los sesenta y primeros setenta. Tuvo sus más y sus menos con la policía y el famoso Tribunal de Orden Público y finalmente, en el postrer año de la carrera, por influencia de la última de una larga serie de novias, se apartó de la mística del combate, se dejó crecer el pelo, se agarró al Lobo estepario (¡qué traducción, Santo Dios!), se metió en el cuerpo todo tipo de substancias alucinógenas y se pasó a la mística de la contemplación.

Me acuerdo de que, por aquel tiempo, en unas vacaciones que pasamos en Katmandú, lugar de peregrinación obligada de los hippies de antaño, como La Meca lo es de los muslimes o Moscú lo era de los buenos comunistas, contemplando ambos las estrellas en una noche diáfana, hablamos largamente sobre los méritos y deméritos de la opción entre vida activa y vida contemplativa, como correspondía. Los dos éramos de canon. La acción, razonábamos, es ciega y la contempación, insulsa. ¿Qué nos quedaba? La "no-acción" y la "no-contemplación", decía él, que estaba muy empapado de budismo, especialmente zen, la nada, la sumisión en y a la nada. El Tao, añadía, mezclando cosmovisiones con alegría de neófito. Quería yo sacarlo de lo que me parecía un marasmo y le argumentaba que, en realidad, toda acción es contemplación y toda contemplación implica acción, cambio, mutación, como explica el principio de indeterminación de Heisenberg. Pero llegados a ese momento ya no obtenía respuesta de mi amigo que se sumía en un silencio y quietud que tal pareciera iba camino del Nirvana. Lejos estaba yo de suponer que, en uno de sus inexplicables giros, al terminar los estudios, Vlam se haría cargo del pequeño negocio hotelero de su padre en la costa, con la intención de convertirlo en un gran complejo turístico y hacerse multimillonario.

- Todo es mierda -me dijo al comenzar su nueva andadura- porque somos mierda y a la mierda volveremos. Y como el símbolo supremo de la mierda es el dinero, me voy a meter en él hasta las cejas.

Y así fue. En los años siguientes continuamos viéndonos con regularidad. Pasaba por casa en sus viajes a la capital, o bien iba yo a la suya en X***, cosa que me era fácil porque, aunque había prosperado más allá de todo lo imaginable, seguía viviendo en el pequeño hotelito que había heredado de su padre y que se llamaba Luz de Oriente, y allí me dejaba una habitación. Cuando él venía podía traer un Jaguar de fabricación exclusiva o cualquier otra extravagancia; ello si no llegaba en su jet privado. Me invitaba a comer en locales exclusivos y carísimos y hablaba sin parar de sus negocios, sus planes de expansión por el mundo entero, sus relaciones con los magnates de las finanzas, los políticos, las hermosas mujeres que adornaban las mesas y las camas de los triunfadores planetarios y se reía -bueno, nos reíamos- cuando le recordaba los años en que andaba descalzo poco menos que cantando el Hare Krishna.

Un día, ya bien en la cuarentena, se casó y sus visitas a la capital se espaciaron. Cuando venía hablaba mucho de su mujer, de la que estaba enamoradísimo y a la que se empeñó en presentarme pues decía, y tenía razón, que era una belleza. Fue en una noche en la que arrendó un local de lujo para nosotros solos y se la pasaron los dos bailando y follando como locos hasta el amanecer, cuando yo ya me había quedado sopa vencido por el champagne y el cansancio. Me despertó para decirme que no tenía arreglo, que era un frustrado y un fracasado y todo porque me había negado a que me acompañara una amiga de su mujer, hermosísima también por cierto, porque por entonces llevaba yo bastantes años casado y era fiel a la mía, con la que tenía dos hijos.

Al poco tiempo empezaron a llegar los suyos, las visitas mutuas se distanciaron más. Ya sólo hablaba de sus cuatro retoños pequeños (aquella beldad había resultado muy fértil), largas parrafadas que yo escuchaba con resignación cuenta habida de que los míos estaban a punto de entrar en la Universidad. Él lo tenía todo pensado. Se había mudado a vivir a una mansión en un barrio de lujo. La montaña de dinero que había hecho serviría de base para que sus cuatro hijos llegaran aun más lejos, más alto, más rápido. Tendrían que comprender que el mundo era suyo porque él lo había puesto a sus pies y ellos habrían de tratarlo a patadas, como Dios manda. Los ricos eran pura mierda, las clases medias mierda de quiero y no puedo y los pobres daban asco. La sociedad, la civilización no eran más que rotundos fracasos y como nadie podía ya retirarse a contemplar la vida debajo de un árbol porque no te dejan en paz, había que seguir y seguir a ritmo y tempo crecientes hasta que toda la mierda estallara de una vez y que, cuando ello sucediera, nos pillara en la cumbre. Recuerdo que le dije entonces que eso sonaba a nuestra conversación en Katmandú sobre la vida activa y la contemplativa treinta años antes. Me miró como si no me viera, como si fuera transparente y, al levantarse para salir, mientras el maitre le hacía zalemas, se giró hacia mí, sujetando su abrigo, y me dijo que había empezado a escribir sus memorias pero que se había dado cuenta de que eran tan disparatadas que había cambiado de género y las memorias se estaban transformando en una novela en la que, sonríó con malicia, "tú sales mucho".

Fue la última vez que lo vi. Pasaron quince años con el contacto interrumpido. Se entenderá por qué de pronto, en mi viaje a ninguna parte, se me había ocurrido ir a hacer a Vlam una visita como las de antaño. Siempre nos habíamos llevado bien, aun siendo tan distintos; yo guardaba muy buen recuerdo de él y estaba muerto de curiosidad por saber qué se hizo de aquella novela. Sigo las novedades literarias y no había visto nada suyo en aquellos quince años. Ni en los anteriores. Se comprenderá mi interés.

Eran las cuatro de madrugada cuando llegué a la puerta del hotel Luz de Oriente que estaba cerrado y con las luces apagadas. Pero no lo dudé un momento, sino que llamé al timbre y esperé; volví a llamar y esperé; tenía que estar allí, sabía que estaba allí; volví a llamar y volví a esperar. Por fin se abrió la modesta puerta de cristal que ocultaba el interior con una cortinita fruncida estampada de flores, y en el umbral, imponente, hosco e impaciente, estaba Vlam.

- ¿Qué desea? Está completo -e hizo ademán de cerrar de nuevo.

- Vlam -le dije-. Soy yo. ¿No me reconoces?

- No.-Y la puerta se cerró de golpe, dejándome perplejo, sin saber qué hacer, si aporrear el cristal hasta romperlo, volver a llamar, dar gritos, resignarme y regresar por donde había venido, sentarme en la acera, tumbarme a dormir allí mismo o llamar a un guardia. Estaba confuso, indignado, azorado, furioso, triste. ¿Cómo que no me reconocía? Era evidente que sí, que me había reconocido. ¿Qué signicaba aquello? En ese momento la puerta volvió a abrirse, Vlam se hizo a un lado, invitándome a pasar mientras decía:

- Claro que te reconozco, capullo. Eres mi personaje.

(Continuará)

(La imagen es un grabado al aguafuerte y aguatinta de Julius Klinger, El filósofo).