Estoy seguro de que, además de alegrarse hasta el píloro por la detención de este menda, muchos, muchísimos españoles hemos estado un buen rato contemplando su rostro, quizá tratando de descifrar en él qué pueda mover a una persona a cometer (supuestamente, claro; principio de presunción de inocencia hasta el final) actos tan sanguinarios, crueles y odiosos. Lejos de nosotros asociaciones lombrosianas sobre la relación entre rasgos fisonómicos y condición criminal, máxime cuando lo que uno ve es el careto de un chaval de unos treinta años, con un corte de pelo a la moda, barba rasante y un arete en el lóbulo de la oreja izquierda (lóbulo, lóbulo, dirán los lombrosianos, ahí hay una pista criminógena), como los que encuentra uno con frecuencia por la calle, especialmente en el País Vasco. Quizá sea el gesto de dureza y cierta amenaza en la mirada. Porque ¿qué puede impulsar a alguien a matar a sangre fría y a quemarropa a dos seres humanos inermes? Supuesto que el autor haya sido él, el señor Txeroki tendrá tiempo para averiguarlo en primera persona ante un espejo en una celda en los próximos treinta o cuarenta años, mientras se pregunta de qué le haya servido.