Conozco al autor de este libro, Manuel Fernández-Montesinos (Lo que en nosotros vive. Memorias. Tusquets, Madrid, 2008, 482 págs.) hace casi cuarenta años. Nos encontramos en Frankfurt, cuando ambos estábamos más hacia el comienzo que hacia el final de la vida, y nos tratamos con cierta asiduidad. No demasiada que sospecho a ambos nos repele; digo lo demasiado. Se interrumpió el contacto y hemos venido a reecontrarnos recientemente, hace un par de años, cuando ambos también estamos más cerca del final que del comienzo de la vida. Así que creo conocerlo bien. Bueno, creía, hasta leer su libro de memorias que me ha mostrado un Manolo Montesinos distinto al que yo traté. Mejor, si cabe. Y mira que lo tenía por hombre de bien, cabal, inteligente y bella persona. Pues del libro sale más con creces. O sea que si ya antes lo apreciaba, he acabado queriéndolo. Queriéndolo en el buen sentido, no en el de ese Bernard, compañero suyo de habitación en Obersberg (p. 242) (por cierto, yo también estuve allí años después, en 1969) que se enamora de él full blast, siendo evidente a estas alturas de la vida que ese es tirón que ninguno de los dos hemos sentido. Pero queriéndolo, sí, sí. De forma que el que aquí aguarde crítica áspera que se dé a otra lectura.
Dice Manolo que el libro le ha llevado dos años. Dos años de escritura y muchos más de maduración porque lo que revelan estas páginas que él dice que va "enjaretando", como don Pío, son muchas horas de cavilación, mucha reflexión, muy intensa concentración en el ensimismamiento, tanta que hasta él mismo se preocupa y, en cierta ocasión, se pone en manos de un psicoanalista, algo que sólo hacen los muy introvertidos. Porque Manolo escribe muy bien, con mucha soltura, sencillez y elegancia pero además lo hace sobre algo, su vida, sobre lo que tiene mucho meditado. Como es hombre meticuloso se ha documentado a conciencia y, además de los papeles que él conserva, ha recabado documentos y testimonios en torno suyo, consiguiendo una buena respuesta pues todos sus amigos le han facilitado lo que tenían, Paco Bustelo, Santiago Rodríguez, etc. En el caso de Santiago (hola, Santi) estoy seguro de que se desvivió por aportarle lo que tuviera y por investigar en dónde podría estar lo que no tuviera. Por ese lado vaya el lector seguro de que nuestro memorizante, si da un dato, lo tiene contrastado y lo puede probar.
Pero no es a ese bien escribir al que me refiero, sino al literario. He leído muchas memorias, recuerdos, autobiografías y como todo el mundo tengo mis preferidas. He leído también -gajes de la edad- muchas escritas por coetáneos míos y muchas en las que aparezco; en éstas, también. Siempre me digo que algún día escribiré yo las mías. Pero será difícil que lo haga si tengo que llegar hasta el listón en donde lo ha puesto Montesinos. Insisto, no por la parte documental que es irreprochable sino por la sentimental. Prueben a leer la primera parte del libro, la segunda en longitud tras la dedicada a Frankfurt o Francoforte del Meno, y díganme si esa narración de la niñez y la adolescencia así como primerísima juventud de un chaval español de Granada trasplantado a Nueva York no parece que la hubiera escrito él mismo; no él mismo sesenta años más tarde sino él mismo, allí mismo en tiempo real. Eso es un prodigio que raya en lo genial. Casi me troncho de la risa leyendo el juicio que le merece a Manny Montesinos el adusto Juan Ramón cuando lo conoce, al extremo de que se pregunta cómo pudo escribir algo así sobre el animalillo.
Ese es el dato mejor del libro a mi entender: el entrelazamiento entre los aspectos públicos y los privados e íntimos del personaje. Porque cuando eres hijo de un alcalde socialista de Granada (Manuel Fernández-Montesinos Lustau) fusilado por los fascistas nada más empezar la guerra y sobrino de Federico García Lorca y te crías bajo la tutela moral de Fernando de los Ríos y José Fernández-Montesinos, cuando por tu casa de niño pasan celebridades de todo tipo es claro que tu existencia tiene una poderosa faceta pública. Sin embargo el autor la relata entreverada con su propia narrativa, su vida, su desarrollo, sus experiencias. Es que en verdad este hombre entrega su ser, lo abre, se lo explica y lo explica. Y eso con un estilo llano como recomienda don Quijote, a quien tanto gusta él citar, al muchacho que ayuda en el retablo de Maese Pedro: "llaneza, muchacho que toda afectación es mala".
Pues lo dicho: tengo leídas muchas memorias; las suficientes para saber que la piedra de toque es siempre si son verídicas o no, si el autor cuenta la verdad o, lo que es mucho más habitual, la adorna, la embellece o la sustituye por otra. No es el caso de Manolo que dice siempre la verdad en lo que a él se le alcanza cuando se trata de los demás y siempre sobre sí mismo, que es mucho más difícil. Eso de hablar de uno mismo sin justificaciones y también sin ensañamientos sino de un modo sencillo y claro no lo hace casi nadie. Y que Manolo lo hace me consta porque coincidí con él en la parte de su vida a la que da mayor importancia porque es la más extensa, la de Frankfurt. Me apresuro a decir que ello no es óbice para que la parte más importante de su vida sea precisamente la que no narra en sus memorias, su familia, su mujer y sus dos hijas, a las que protege de los focos reservándoselas para sí a no ser por dos o tres comentarios ex abundantia cordis.
Estos recuerdos son una pieza peculiar. Están concebidos desde la filosofía del flamenco. No digo que tengan una estructura tonal flamenca, que sean seguiriyas, bulerías o tarantos; digo que están concebidas según la filosofía flamenca. Esto es, no son un medio para un fin, sino que son un fin en sí mismo; no las quiere el autor para ajustar cuentas con nada ni con nadie; no habla mal de nada ni de nadie. Las quiere para contar su visión del mundo y para contársela a los demás. Ve clarísimo que el franquismo fue una indignidad y una vergüenza y algo contra lo que había que luchar, aunque fuera con tan inmensa desproporción de fuerzas, ya que esa lucha era una cuestión de dignidad, pero no maldice ni suelta soflamas ideológicas, entre otras cosas porque no tiene que justificarse. Ha dedicado su vida a luchar contra el franquismo por la democracia y el restablecimiento del Partido Socialista casi como cumpliendo lo que se hubiera podido imaginar que era una última voluntad paterna. Y hechos felices realidades tan altos ideales, Manolo, que no es un político, se retira de la vida política.
Vale ¿y qué es Manolo Montesinos? De lo que se saca en claro de las memorias muchas cosas encontradas, hasta contradictorias, porque a muchas se ha dedicado con pasión y de lleno, algunas con carácter intermitente además de las cinco aficiones que ha practicado con diverso grado de dedicación, por lo activo o por lo contemplativo, la guitarra, el baseball, el flamenco, los toros y la navegación a vela; profesionalmente ha sido (por períodos más o menos largos), abogado, funcionario sindical y publicista en Alemania, agricultor y empresario teatral en España, ejecutivo cazatalentos otra vez en Alemania y vocal y gestor de la Fundación García Lorca, amen de estudiante y conspirador, si es que estas dos condiciones pueden reputarse como dedicaciones que en el caso de Manolo, al menos la primera, la ha seguido con ahínco pues después de muchos años de licenciado en derecho cursó la carrera de filología. Ello sin contar con que en la época en la que él frecuentaba la Universidad estudiante y conspirador eran casi términos sinónimos. Su tío Pepe, verdadera imago patris, da parcialmente en el clavo cuando califica todas las ocupaciones de Montesinos como odd jobs; digo parcialmente porque lo que probablemente el hombre no calibraba es que Montesinos se dedicaba a cada odd job como si fuera una cosa de Berufung, de vocación. Sólo quien siente en el alma la vela o la huerta o la política habla como él de esas actividades, utilizando su particular lenguaje. O sea ¿qué es Manolo Montesinos? Pues un hombre mosaico, un hombre con atributos en el sentido de Musil.
He disfrutado mucho el trozo del libro que narra su vida en Frankfurt porque fue también la mía.Dejo la prueba a la derecha, una foto que él no ha sacado, correspondiente a la etapa en que hacíamos de periodistas, confeccionando el Express español. Ahí estamos los dos entrevistando a José Feliciano para hacer un reportaje que, suponíamos, haría las delicias de la comunidad española. Yo voy ataviado como Rudi Dutschke y él más como Bel Ami pero en honrado y en decente. Detrás de mí está Carlos Pazos, a quien no se ve. No sé si Manolo se acordará del repertorio de Feliciano en aquella memorable jornada, pero llevaba un versión muy apañada del famoso corrido El jinete aunque a mí siga gustándome más la de Miguel Aceves Mejía.
Lo dicho, la mejor parte para mí porque habla de lo que yo también he vivido; pero lo que más me ha atraído es que la visión que él tiene de Alemania es la que tengo yo, que coincido con él en lo que le sorprende, lo que le gusta menos (muy poco) lo que le gusta más (casi todo) y lo que encuentra digno de explicación. Yo también me quedé estupefacto la primera vez que vi un pater noster en el IG Metall y ya no digo nada que casi me pongo a llorar al leer de la Bockenheimer Landstrasse, la Hauptwache, Eschenheim, Sachsenhausen, Böhmerstrasse o la Hauptbanhof, nombres que despiertan resonancias dormidas y, aunque parezca mentira, dulces, suaves, como los rubios cabellos de aquellas Utes o Elfriedes. En el Audi del que aquí se habla he montado yo mucho. Porque Manolo era el único de nosotros en la colonia española, en la que había más muerto de hambre que otra cosa, que tenía coche. Un cochazo.
Tengo que volver al primer capítulo, el de la estancia en los EEUU, básicamente Nueva York y Nueva Inglaterra y tengo que hacerlo porque de nuevo encuentro una identidad de miradas completa. He tardado mucho en descubrir los EEUU, a donde no llegué de niño, sino de mayor, especialmente Nueva York pero cuando lo he hecho me los he trabajado a fondo. Aparte de conocer los cinco burgos bastante bien siempre que puedo me voy diez o quince días, alquilo un coche y hago miles de kilómetros atravesando seis, ocho, diez estados de motel en motel que por cierto son baratísimos. Todavía el año pasado estaban a 50$ la noche habitación doble o sea unos 35 euros; la comida es muy barata, la gasolina también, todo es cosa de apañarse un vuelo de bajo coste. Coincido a ojos ciegas con Manolo en el amor a los perritos calientes, las "longanizas". No así en la afición al baseball (y tampoco a los toros en España) pero en cambio estoy seguro de que él tampoco comparte mi entrega a todos los locales de fast food imaginables, no sólo McDonald's o Burger, sino Wendy, Popeye, Dunkin Donuts, Subway, Colonel Sander's, Taco Bell, Pizza Hut, etc. En todo caso tengo que reconocer en la descripción que hace de todo lo yankee un toque de fina penetración, de conocimiento de insider, de haber tratado de niño con el jefe de la mafia irlandesa y el de la colombiana en el cole. Eso me produce gran admiración y envidia. Ahí, Manolo, en esa tu visión de los States, en tu forma de desdoblarte como niño granaíno criado en Nueva York o de joven neoyorquino trasplantado a España (¡y luego a Alemania!) es donde te ganas a la gente en tus memorias porque es una visión desde dentro, distinta de la de tu tío, que es muy bella, pero desde fuera. Él llegó allí ya hecho. A ti te hizo el Riverside Drive o Middlebury.
Me doy cuenta de que sólo he hablado de su etapa en los States y en Alemania porque eso es lo que hace él ya que entre las dos suman más de trescientas paginas, esto es, dos tercios del libro. Las otras etapas, primera estancia en Madrid con cárcel y segunda estancia en España con más cárcel tiene otro empaque, como diría él mismo. La descripción de la cárcel de Carabanchel mola un pegotón, Manny. "¡Ese Fernández Montesinos!". No se olvida nunca. Un tiempo me pregunté por qué decían "ese"; nadie supo darme razón satisfactoria y acabé pensando que era un modo sencillo de sustituir al toque de atención. Si se comenzaba a gritar un nombre sin más en mitad del follón de una galería era probable que muchos no lo entendieran y hubiera que repetirlo. En cambio, al oír el "¡ese...!" ya todo el mundo prestaba atención.
Siniestra España aquella de los años cincuenta; algo menos pero también muy siniestra en los sesenta y primeros setenta. Con todo el país ha cambiado mucho, Manny; aunque quizá no tanto como nosotros.