En el teatro de Bellas Artes hemos pillado en su última semana el montaje de El burlador de Sevilla o el convidado de piedra, de Tirso de Molina, por Emilio Hernández. La versión ha sido muy alabada mundo adelante porque, según se dice, anima mucho esta pieza clásica que, si no, se haría muy pesada; le da agilidad, viveza, y subraya el aspecto crítico situándose -dice la publicidad de la obra- en la posición de las mujeres que son las grandes perdedoras dada la moral de la época. Si añadimos que el elenco es bueno y el protagonista, Fran Perea, parece ser un actor en alza que tiene muchos (sobre todo muchas) fans quinceañeras que ayer llenaban la sala, tenemos la fórmula para una pieza de éxito.
Menos mal que Tirso, como pasa con los clásicos en general, aguanta lo que le echen y como se lo echen pues de otro modo hubiera sido para salir corriendo del espanto. Hernández intercala en la obra momentos musicales y corales de su minerva que hacen a aquella larga y tediosa para quien haya ido a ver a Tirso. Obviamente no para quien haya ido a ver otra cosa. Además, para hacer sitio a sus momentos musicales, recorta los parlamentos de los personajes y lo gordo es que, dentro de este desastre, probablemente hace bien porque con el clima que crea de obra desenfadada y divertida, hubieran encajado mal las largas tiradas poéticas preciosistas de Tirso de Molina.
La pretensión de tener un sesgo crítico por "ponerse del lado de las mujeres" es una falacia redomada. En primer lugar a Tirso no le hace falta que nadie le enmiende la plana. Ya su obra deja las cosas suficientemente claras y sus heroínas exponen con vehemencia la causa de las mujeres, que son las maltratadas por la moral de la época. "Malhaya la mujer que en hombres fía", dice Tisbea, la pescadora burlada en la última jornada de la obra, con el asentimiento de Isabela, también engañada. Pero es que, además, el director mete tres desnudos en escena (en uno de ellos hay también un desnudo masculino) que no solamente no tienen nada que ver con el espíritu de Fray Tirso de Molina sino tampoco con una actitud feminista de la que sin embargo se alardea.
En fin de este desastre de versión que, más que tal, es un saqueo de Tirso, lo más irritante es el tono festivo y dicharachero de una obra que tiene una tan fuerte carga dramática y filosófico-teológica, la absurda trivialización de una pieza que quiere ser trascendental. Las gracias Tirso las había reservado a los personajes especializados en ellas, los criados o graciosos. Los demás se mueven en un territorio denso de grandes principios, valores, reglas de conducta, el honor y, sobre todo, el eje principal, el reto demente de don Juan a la voluntad de Dios en ese cuán largo me lo fiáis que va repitiendo a lo largo de la obra con cadencia suicida, hasta que, ciego de hubris, acabe retando a las potencias del infierno en un acto supremo de desvarío. Y ello después de haber puesto una condición que, en su infeliz ignorancia, cree que ni la divinidad podrá salvar, al pedir que lo mate un hombre muerto, sin percatarse de que Dios todo lo puede (como pensaba Fray Gabriel Téllez), hasta hacer que un muerto mate a un vivo.
No tengo nada en contra de las versiones libres de los clásicos; al contrario, las aplaudo cuando me gustan. Pero no si no me gustan, como es el caso. Esto no es una versión, esto es aprovechar la percha de Tirso y su inmortal personaje para colocar una obra vulgar pensando exclusivamente en la taquilla. Es curiosa esta manía. Como está claro que los clásicos tienen "tirón" pues si no lo tuvieran no serían clásicos, se echa mano de ellos pero, para evitar el arduo trabajo de adaptarlos a la mentalidad contemporánea respetando escrupulosamente su espíritu, se los trivializa de forma lamentable. Quienes esto hacen debieran poner en escena sus propias obras.
Porlo demás, muy bonita la reproducción del programa de mano que es un detalle del Adán y Eva de Lucas Cranach (1528).