No paran, no cejan, no se detienen ante nada. Comerciantes de la muerte, mercaderes del miedo, agiotistas de la angustia, carroñeros de la incertidumbre humana, contrabandistas de la infelicidad, despiadados, miserables, inmorales, canallas, ahora dicen que Gramsci se convirtió al catolicismo antes de morir. Lo suyo es utilizar, instrumentalizar, servirse de los sentimientos de la gente, del miedo natural a la muerte, para seguir haciendo su infame negocio de acumular riquezas y poder en este mundo en nombre de quien predicaba la pobreza evangélica, para dominar a la gente y someterla a su oscura y viscosa tiranía. Porque, aunque fuera verdad este bulo, ¿qué importancia real tendría? ¿En qué cuestionaría la breve, febril y feraz actividad del filósofo de los Quaderni del carcere? Él mismo, de estar hoy vivo, lo aclararía con la concisión a la que se veía obligado a causa de la vigilancia fascista diciendo que este tipo de patrañas indemostrables es táctica en la guerra de posiciones, parte de la lucha por la hegemonía ideológica y se incrusta en el complejo estructural y cultural al que se refería como la questione del mezzogiorno: campesinos hambrientos, explotados, víctimas de los caciques y las supersticiones alentadas por los curas.
No les bastó con tenerlo los últimos once años de su breve vida en prisión sino que ahora prosiguen la tarea que se fijó el fiscal fascista ante el tribunal que lo condenó: "tenemos que conseguir que este cerebro deje de funcionar durante veinte años". Los buitres vaticanos aliados del fascismo de entonces quieren ahora acallarlo para siempre, enterrar su obra bajo la gazmoñería de una estampita de monja.
Pues nada, hombre, que lo canonicen. Ya va siendo hora de que los comunistas tengan su santo.