Ya tenemos montada otra polémica a cuenta de la manía de los católicos de imponer su presencia en todas partes, guste o no al personal. Y una polémica donde cada cual está retratándose admirablemente. Los tribunales cumplen con su deber: el de Valladolid ordena retirar los crucifijos del Colegio "Macías Picavea" (ilustre arbitrista a quien hubiera parecido muy bien la medida) y los de otros lugares recuerdan que son los gobiernos de las Comunidades Autónomas quienes deben pronunciarse al respecto. El Gobierno español, sin embargo, a la altura de su acreditada parsimonia, se lava las manos como Pilatos (lo que es muy oportuno, dado el tema) y de momento no dice nada respecto a las crecientes presiones para que se retire al crucificado de las aulas de los colegios públicos, algo que debiera de haberse hecho hace años en virtud del carácter aconfesional del Estado español.
Al contrario, la clerigalla y sus monagos han tocado a rebato ante la perspectiva de aulas sin sus queridos crucifijos. Según 20 Minutos, uno de aquellos, Juan Manuel de Prada, sostiene en L'Observatore romano que considerar el crucifijo ofensivo es síntoma alarmante de necrosis cultural, lo que es una interpretación de los hechos bien chusca dado que nadie, que yo sepa, considera ofensivo el crucifijo sino el hecho de imponer su presencia en los lugares públicos con independencia de lo que piensen quienes los frecuentan. El crucifijo en sí no es ofensivo; es otras cosas, como diré más abajo, pero no ofensivo. Ofensivo y agresivo es imponer el crucifijo, no el crucifijo mismo si el señor De Prada se limita a tenerlo en su casa y rezarle cuanto quiera... sin molestar a los vecinos.
Uno de esos monseñores que pasa más tiempo hablando por la radio que atendiendo a su grey, el arzobispo Cañizares, dice que retirar los crucifijos de los colegios es una muestra de cristofobia, un concepto nuevo para mí que probablemente oculta la pretensión eclesiástica de tratar a quienes no quieren crucifijos en las aulas como enfermos mentales. Cada día está más claro qué bien hacemos los ateos y agnósticos en oponernos a las tendencias totalitarias de la Iglesia católica. De no hacerlo así, estaríamos aún como en los tiempos de franquismo cuando el bautismo era obligatorio, el matrimonio canónico obligatorio, la enseñanza de la religión obligatoria, la vida nacional se regía por el calendario eclesiástico, había curas hasta en la sopa y ellos decidían lo que podía verse en los cines o en los teatros.
Porque esa es la realidad. Hace unos días, otro arzobispo que no cesa de injerirse en la vida pública civil, Monseñor Rouco Varela, decía que el relativismo moral y el laicismo fueron los causantes de los totalitarismos, cuando es obvio que el último que hubo en España lo montó precisamente la Iglesia católica. Esa inverecundia con la que los carcas acusan a los demás de sus propios defectos es lo que los psicólogos llaman "proyección". Eso lo hace a la perfección doña Esperanza Aguirre que no para de intervenir en la sociedad y en los medios de comunicación pero acusa a los demás de intervencionistas, que carece de todo principio moral (como se vio en el "tamayazo") pero acusa a los adversarios de relativismo moral.
La proyección suele ocultar asimismo un intento de imponer los criterios propios al precio que sea. Que es lo que hacen los católicos en nuestra sociedad. No solamente quieren tener sus crucifijos en las escuelas y todos los edificios oficiales, sino que pretenden apropiarse permanentemente los espacios públicos con sus procesiones, sus rogativas, sus mesas petitorias o el tañido de sus campanas, colonizar con su liturgia todo el protocolo civil y militar españoles, desde los juramentos de los cargos a los funerales de Estado, los desfiles y los actos conmemorativos. Afán totalitario en el que, al menos parcialmente, cuentan con la ovina y perruna aquiescencia de un gobierno que no osa ponerles coto con la contundencia que su responsabilidad y su historia requieren.
Y no solo son totalitarios sino embusteros y falsarios. Otro de estos clérigos de púlpito permanente en la plaza pública, el cardenal Amigo, dice ahora que lo que hay que hacer es respetar los símbolos de todas las religiones. En verdad tienen el rostro de hormigón armado y su cinismo no conoce fronteras: ¿desde cuándo respetan los curas católicos los símbolos de las otras religiones? Pregunta sencilla de contestar, ¿verdad?: desde que no les queda más remedio; desde ayer, como quien dice, porque antes los perseguían a sangre y fuego, como ordena su Dios en la Biblia que hagan con los que llama "ídolos" y "falsos dioses" y como harán mañana, si pueden. ¿Cree alguien aquí que los católicos, sobre todo los curas, admitirían que hubiera medias lunas o estrellas de David en las aulas de las escuelas? Ni borrachos. Entonces, ¿por qué dice lo que dice el cardenal Amigo? Porque según habla, miente.
Una última consideración: quienes nos oponemos a la apropiación privada de los espacios públicos que hacen los católicos no solamente no somos "cristófobos", ni padecemos "necrosis cultural", ni nos "molestan" los crucifijos, como dice a su vez la señora De Cospedal si no que, al contrario, en muchos casos por ejemplo el mío admiramos la figura de Cristo (a quien, por supuesto, no consideramos Dios pero sí un gran hombre) y sus enseñanzas y tenemos en altísima estima la imagen de la crucifixión como aportación singular a la historia del arte occidental. Pero es que aquí no se está pidiendo que se retiren obras de arte como ese Cristo de Cimabue del siglo XIII que hay en la ilustración, sino unas horrendas piezas fabricadas en serie industrial que para los niños simbolizan el culto católico al sufrimiento, la tortura y la muerte. Y sobre todo que se retiren como figuras únicas y de máxima relevancia en paredes y muros.Los católicos son muy libres de entregarse a esas orgías de sangre, insisto, en su casa. Los demás no tenemos por qué aguantar su proclividad al sadismo y mucho menos exponer a nuestros hijos a su dañina influencia.
(La imagen es una tabla al temple de Cimabue (de entre 1268 y 1271) que se halla en la iglesia de San Domenico de Arezzo, Arezzo, Italia).