dimecres, 30 de juliol del 2008

La condena al locutor.

Con las ganas que le tiene medio establishment mediático estoy seguro de que la esfera pública crepitará hoy de comentarios sobre la segunda condena judicial en pocos meses al señor Jiménez Losantos, la primera por injuriar al Alcalde de Madrid y esta segunda de triple cuantía por intromisión ilegítima en el honor del señor Zarzalejos. Tengo dicho que no me alegro de ninguna condena de los tribunales, pero sí de que se ponga coto a ese clima irrespirable, esa catarata de injurias e insultos que es la COPE, propiciada por este señor Jiménez. Es extraordinariamente fastidioso para el común de la gente tener que habérselas con individuos que recurren de modo sistemático a la agresión verbal, el vituperio y el insulto con el agravante de que lo hacen en un medio de comunicación de amplísima difusión.

Pero no es eso lo que aquí me interesa, que ya lo habrán dilucidado y desmenuzado cientos de plumas y decenas de voces. Me interesan tres puntos en concreto que sólo he visto tocados tangencialmente por ahí. Uno es la reacción que quepa esperar de la Conferencia Episcopal Española, propietaria de la COPE. No teniendo bastante con amparar pederastas, la jerarquía puede caer en la tentación de amparar gente reiteradamente condenada en los tribunales por injuriar e insultar a los demás. Ella sabrá lo que hace pero las condenas por injurias e insultos caen sobre ella tanto como sobre su empleado.

Segundo. Se propone el condenado administrar por doquier la misma medicina que él está recibiendo. Será divertido que lo haga ya que la cosa puede acabar en aquelarre dado que si él insulta, los demás no se quedan cortos insultándolo a él. Esta línea de respuesta parece jurídicamente prometedora, aunque moralmente detestable ya que recurre al socorrido "y tú más" y presumen que insultar o injuriar no es un mal en sí mismo, con independencia de quiénes o cuántos lo hagan. El patio puede convertirse en un reñidero sin cuento, cosa que normalmente favorece y beneficia a los insultadores como el mismo señor Jiménez Losantos. Abrir ahora una batalla de querellas y demandas a cuenta de los insultos en los medios puede llegar a colapsar los juzgados dado que aquí insulta casi todo el mundo. Siempre digo que el debate mediático en España me recuerda un extraordinario relato de Mark Twain llamado Cuando fui periodista en Tennessee donde cuenta cómo los rifirrafes entre las redacciones de los dos periódicos locales se resolvían a tiros y bombazos. Aquí, cuando menos, se trata de que las diriman los jueces. Algo es algo.

Tercero. Sin embargo en las pintorescas declaraciones del locutor al conocer la sentencia hay un elemento que contradice el propósito anterior de acudir a los tribunales. Según el señor Jiménez Losantos, "esta sentencia es incompatible con un Estado de derecho o una democracia". No veo por qué. La sentencia será más o menos justa y sobre eso se pronunciará en su día una instancia judicial superior si ha lugar a ello anulándola, modificándola más o menos o confirmándola, pero compatible con el Estado de derecho y la democracia lo es claramente. A no ser que se esté de acuerdo con el tenor de la siguiente declaración del señor Jiménez Losantos sobre el mismo tema en El Plural ¿qué es eso de que los jueces tiene que decidir lo que es honorable o no es honorable? Esa pregunta sí que es sorprendente y a ella sólo cabe responder con otras: y si no son los jueces, ¿quiénes serán? ¿Los matones? ¿El revólver más rápido del Oeste? ¿El señor Métomentodo? ¿Los curas? Negarse a que sean los jueces quienes diferencien entre lo honorable y lo no honorable equivale a decir que no hay diferencias.

El cuadro primero es La Justicia, de Lucas Cranach (1527) que se encuentra en Amsterdam Fridart Stichting y el segundo La Justicia de Rafael (1508 a 1511), un fresco que se encuentra en la Estancia de la Signatura, Palacios Vaticanos, Roma.