Un lector echaba de menos hace unos días algún comentario de Palinuro sobre el episodio de Coslada. Llamativo ya es, desde luego; pero aquí no se reflejó nada por evitar la precipitación. Al fin y al cabo se trata de delitos que se imputan a las fuerzas del orden, a los encargados de vigilar por la seguridad ciudadana y de hacer cumplir la ley, a la policía municipal. Un esperpento bastante siniestro. Me pareció recomendable esperar un poco para tener mayor seguridad y todavía hoy, al día siguiente de la rueda de reconocimiento en que varias prostitutas de las que denunciaron los hechos han reconocido a algunos de los acusados, hay que hablar con prudencia para no saltarse la presunción de inocencia. Esos veintiocho acusados, desde el jefe de la policía hasta el último agente son inocentes en tanto un tribunal de justicia no diga lo contrario.
Por lo demás, el relato de los hechos que se les imputan, las reacciones del vecindario, el desarrollo de las primeras diligencias judiciales presentan un panorama gansteril, con la variante de que en esta ciudad vecina a Madrid los gangsters parecían ser los propios policías. Quienes extorsionaban a los comerciantes, dueños de bares y clubes, amparaban el proxenetismo y colaboraban con él, hacían violencia a las mujeres de alterne, se apropiaban de lo ajeno se supone que eran los agentes del orden. Se trata de esos delitos especialmente dañinos para el interés público porque afectan a la esencia misma de la tarea que el funcionario o la autoridad tiene encomendada, como cuando un juez prevarica, un cura es pederasta, un periodista calumnia, un profesor aprueba por la cara o un político mete la mano en la caja. Son comportamientos que hacen un daño añadido a la colectividad por cuanto extienden un manto de sospecha sobre cuerpos que, en su inmensa mayoría, no se la merecen.
Coslada es una ciudad de aluvión, prácticamente salida de la nada en los últimos cuarenta años en que ha pasado de tener unos 3.000 habitantes a contar con unos 85.000 de los que cerca del 18 % son inmigrantes, especialmente rumanos. Y son rumanos quienes, según se dice, estaban organizados para extorsionar a las prostitutas de acuerdo con los policías que, al parecer, además, cobraban sus favores en especie. Estos datos, es de esperar, moderarán algo los prejuicios en contra de la inmigración. En Coslada actuaba este grupo organizado de delincuentes rumanos pero parece que los verdaderamente temibles eran los policías españoles. Y cuando uno recuerda más casos de corrupción o delincuencia policial, episodios de torturas en comisarías, de muertes en cuartelillos, de contrabando y tráfico de drogas, está uno obligado a salir al paso del estereotipo "inmigrante delincuente" a base de contraponerle otro que podría también hacer fortuna de "policía delincuente" y que, sin embargo tampoco sería justo.
Lo sorprendente de esta historia, ya en sí misma sorprendente del principio al final, es que estos comportamientos de los policías puedan haberse dado a lo largo de muchos años en los que han sido de conocimiento público, con abundancia de denuncias callejeras, pintadas, y comentarios, y que nadie haya hecho nada por investigar, por atajar el desmán; que ningún político de los que han gobernado sucesivamente el ayuntamiento de esta ciudad haya ordenado apertura de expediente alguno. Un viejo dicho afirma que en la administración pública los funcionarios son los puentes y los políticos los ríos que pasan por debajo de ellos. Por lo que se ve, los puentes debían ser pasarelas de piratas y las aguas venían mansas y como idas.
En caso de que los policías municipales de Coslada hoy imputados sean declarados culpables, habrá que preguntarse si las autoridades políticas no han incurrido en algún tipo de ilícito por negligencia. Porque negligencia y mucha tiene que haber habido para permitir que un puñado de delicuentes de uniforme campe por sus respetos en la ciudad como si ésta fuera Wichita, ciudad sin ley.
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