dijous, 29 de novembre del 2007

Los programas electorales.

Es frecuente oír que no merece la pena votar pues los partidos sólo van a lo suyo, no se interesan por los ciudadanos y, además, son todos iguales, dicen lo mismo y hacen lo mismo. Esta idea de la "mismidad" tiene variantes. Los muy de derecha suelen decir que carece de sentido seguir distinguiendo entre derecha e izquierda y los muy de izquierda dicen que la izquierda moderada, democrática y la derecha son iguales, el mismo perro con distintos collares. A su vez, mucha gente dice que todos los partidos, incluidos los muy de izquierda y muy de derecha, son el mismo partido y dicen y hacen lo mismo.

Sin embargo, una ojeada a cualquier escala de autoubicación ideológica muestra que los que son básicamente iguales somos los electores. Cuando se pide a la gente que se sitúe ideológicamente en una escala que va del 0 (extrema izquierda) al 10 (extrema derecha), la inmensa mayoría nos situamos en el centro, de forma que la imagen que se consigue es esa curva unimodal, la parábola que se ve a continuación. Prácticamente todo el mundo es de centro y la mayor cantidad se concentra entre el 3,5 y el 6,5 en la escala. Es decir, ahi es donde está la gran reserva de votos que es lo que los partidos razonablemente quieren captar; de ahí que adapten sus programas electorales y sus manifestaciones públicas a este caladero de votos, con lo que dichos programas acaban pareciéndose bastante. No son idénticos (salvo para quien quiera verlos como idénticos por sus orejeras dogmáticas) pero sí se parecen mucho. Pero no son los partidos los que se asemejan entre sí, sino los electores. Imaginémosnos que, preguntada la gente, el resultado diera una curva bimodal, como la que hay más abajo. Resultaría entonces que sí habría diferencias entre los programas de los partidos porque la había entre las opiniones de la gente. No siendo así, es lógico que los partidos presenten propuestas programáticas relativamente similares o que puedan parecerlo. Luego basta con no ser un zote para ver que, bajo la hojarasca de la similitud, hay diferencias muy importantes que conviene conservar. Ahora mismo, cuando los partidos preparan sus programas electorales para las próximas elecciones de marzo de 2008, estos tienden a convergir, pues otra cosa sería suicida a la vista de lo que el electorado piensa mayoritariamente.

El PP "radicaliza" su programa, lo hace más abierto, más adelantado, más progresista y más atractivo para la gente. Junto al Rajoy que prometió hace unos días subir el mínimo exento a 16.000 euros (lo que es el típico discurso de la derecha conservadora, dispuesta a bajar los impuestos directos pero subir los indirectos y recortar los servicios públicos) resulta sorprendente escuchar los propósitos de los populares: reforma del estatuto de los trabajadores, horarios más flexibles, conciliación de la vida familiar y laboral, amparo a las mujeres que trabajen fuera de casa, mayor control parlamentario del gobierno y política exterior basada en el consenso suprapartidista. Casi se diría que, buscando el centro, el señor Rajoy se hubiera hecho de izquierda.

Para compensar el PSOE se escora hacia la derecha con un programa electoral que trata de no asustar al electorado conservador, especialmente al católico. Así resulta que caen del programa para estas elecciones las propuestas de ampliación del aborto, la regulación de la eutanasia y, sobre todo, la renegociación de los acuerdos con la Santa Sede de 1979. Algunos de estos asuntos ya se han incumplido en esta legislatura de forma que sólo cabe pensar que el señor Rodríguez Zapatero se cura en salud ante un posible "¡Nos fallaste, ZP!", eliminando los compromisos más peligrosos. Igualmente cae la idea de la "ecotasa" para financiar la política del medio ambiente.

Lo del aborto me parece una pacatería; lo de la eutanasia, otra; pero renunciar a la renegociación de los acuerdos con la Santa Sede me parece una cobardía. Supongo que el embajador socialista ante el Vaticano, el beato señor Vázquez (quien más parece embajador del Vaticano en Madrid que de Madrid en el Vaticano) estará satisfecho; pero será el único o quizá lo acompañe en la euforia el señor Bono. Después de la legislatura que la Iglesia ha dado al Gobierno, cuando ya se está preparando un congreso sobre víctimas para enero con la participación de Monseñor Rouco, que más debiera llamarse Monseñor Bronco, donde pondrán al señor Zapatero de chupa de dómine, después de todo eso, digo, lo menos que podía hacer el Gobierno es replantear las bases de la convivencia con una institución tan beligerante. Pero le tienen miedo. Temen perder las elecciones si se enfrentan a la Iglesia cuando ya la Iglesia se ha enfrentado al Gobierno.

Fue sorprendente el altísimo rango de la representación española en la elevación al cardenalato de tres obispos españoles lo que se hará con mucha pompa pero no deja de ser una ceremonia interna de una asociación privada. Espero que cuando la Masonería española ascienda a alguno de sus miembros a particular jerarquía, la señora vicepresidenta del Gobierno se haga tantas mieles con el Gran Oriente como se hacía ayer con el Cardenal Camarlengo, Tarcisio Bertone. Es verdad que la señora Fernández de la Vega dijo a las autoridades vaticanas que "sin respeto no hay democracia" y que seguramente, entre bambalinas, su gente apretaría las clavijas al cardenalato a ver si la Iglesia pone un bozal a la COPE. En todo caso está claro que los católicos no pueden quejarse.

Los dos partidos quieren ganar las elecciones a toda costa y por eso liman sus programas y los aproximan. Pueden aproximarlos tanto que acaben formando una "gran coalición" como ya piden algunos, incluso en el PSOE. Esa sería la única posibilidad formal de reformar la Constitución para arrebatar fuerza y capacidad de presión a los partidos nacionalistas. Porque la dependencia de estos partidos, puesta cruelmente en evidencia en la recusación de la ministra de Fomento, señora Álvarez que salvó la cabeza cuando el gobierno literalmente se la compró a los nacionalistas vascos y los gallegos, es un calvario para los dos grandes.

Pero ahí ya se entra en territorio peligroso.