dimecres, 10 de gener del 2007

Bruma.

El otro día, regresando a Madrid, al atravesar la provincia de Guadalajara, en la que residimos cuando no estamos en la capital, encontramos niebla. No es infrecuente el fenómeno en Castilla en esta época del año, como tampoco el de la escarcha, que resulta muy impresionante. Son días de una luz de sudario, en los que el aire frío y el silencio acompañan y componen un cuadro fantasmagórico, cargado de belleza y misterio. Es muy difícil sustraerse a ese embrujo que emana la zona, así que me bajé del coche y me puse a hacer fotos: el pedregal pobre que en su tiempo fue haza, las chaparras esparcidas y ese cielo que parece ascender, emanar directamente de la tierra yerta hasta perderse en una serie de grises, producen una majestuosa sensación de eternidad. Pasear por estos parajes, cosa que hacía antes a menudo y ahora menos porque con un niño de año y medio no cabe deambular por la besana abandonada, embarga el ánimo de indefinidas tristezas y provoca una especie de congoja por lo efímero de las preocupaciones que ordinariamente ocupan nuestra atención, obligándonos a reconocer que lo que da sentido a nuestra vida no son tales preocupaciones, sino la llamada muda de esas encinas que parecen despegarse, difuminadas, de su fondo brumoso en el que habita la indiferencia de la naturaleza.