Ayer visitamos la exposición sobre Klimt en la Fundación March, de Madrid: "La destrucción creadora" (El friso de Beethoven y la lucha por la libertad del arte). Está muy bien. Se centra en el episodio decisivo de la vida del artista en sus relaciones con los poderes públicos y está llena de enseñanzas sobre el conflicto entre la creación artística y las concepciones estéticas y morales imperantes, respaldadas por la autoridad. Un conflicto larvado desde el origen de los tiempos, pero que se hace patente con la llegada de la modernidad, de la burguesía, del capitalismo y del mercado, como muy bien vio en su día Arnold Hauser en una obra clásica; es decir con una época en que los artistas ya no tienen que depender de un protector y mecenas, sino que ofrecen sus creaciones en un mercado libre. Pero el mercado tiene otras servidumbres, como se verá a lo largo del siglo XIX, especialmente la del "gusto imperante", impuesto por los críticos, las academias, los centros de doctrina estética y más o menos amparados por el poder político y el económico. La lucha contra la regimentalización del arte, que haría exclamar a Baudelaire su L'art pour l'art, (luego mal entendido) es una especie de cantinela de las escuelas artísticas de la segunda mital del XIX y casi todo el XX.
En el conflicto que la exposición documenta se manejaron los conceptos e ideas habituales en estas diatribas: que si pornografía, que si mal gusto, arte "degradado", incomprensible, deforme, atentatorio contra estos o aquellos valores, etc. Klimt, que había conocido un temprano éxito en su vida, recibió en 1894 y junto a su amigo Franz Matsch (también del grupo vanguardista Secesión) el encargo del Gobierno de decorar el paraninfo de la Universidad de Viena con los temas relativos a las facultades de Filosofía, Medicina y Derecho. Cuando, seis años más tarde, empezó a exponer los resultados (1º la Filosofía, luego la Medicina y por fin la Jurisprudencia) se levantó un escandalazo mayúsculo que invadió durante meses la prensa (la Fundación March ha tenido el acierto de editar el Contra Klimt, que publicó en su día su amigo Hermann Bahr, recogiendo los testimonios escritos de estos ataques) y llegó a ser objeto de una interpelación parlamentaria. El nudo de la cuestión es fácil de imaginar: Klimt había presentado algo nuevo, rupturista, paradójico, una interpretación de la Filosofía contraria al positivismo imperante (que la llamaba "ciencia"), muy influida por Shopenhauer y otra de la Medicina aparentemente irreverente para la ciencia médica y ambas literalmente llenas de desnudos, herejías en la perspectiva, el dibujo, el trazado, fuertemente simbolistas, muy influidas por la obra de Toorop. Por desgracia, estas piezas fueron destruidas durante la segunda guerra mundial, habiéndose conservado solamente unas fotografías (o algo similar) que había hecho el propio Klimt y cuyas copias pueden verse en la exposición y mucho que merecen la pena, para comprender qué obtuso puede llegar a ser el juicio público con la innovación y la creación artísticas. Y tanto más cuanto el ataque a Klimt vino precisamente de los profesores de la Universidad de Viena y, aunque sea cierto que otros lo defendieron, los (para entendernos) filisteos acabaron ganando y Klimt retiró las obras, obras que inauguraban el modernismo en pintura. Algo que los jumentos universitarios no podían apreciar.
Esta polémica estaba en su apogeo cuando Klimt expuso el gigantesco y famosísimo Friso de Beethoven (en la imagen arriba un detalle, el de las "potencias del mal") en el que se pretendía homenajear la célebre estatua del compositor que Klinger había esculpido y la interpretación wagneriana de la 9ª sinfonía de aquel. Klimt saltó sobre la idea porque pensó que con ella podría alcanzar la realización del ideal secesionista (y wagneriano, claro) de la "obra de arte total" (Gesamtkunstwerk), un ejemplo temprano de sinestesia y especie de manifestación de su programa. Y lo consiguió, al precio de otro escandalazo como el anterior, que ya lo hizo apartarse de la vida pública. El friso, cuya copia puede verse en la exibición es verdaderamente bello. Las "potencias del mal" comprenden la representación klimtiana del monstruo Tifón (que se da un aire a King Kong, por cierto), el hijo de Gea y el Tártaro, vencido por Zeus, así como las gorgonas, la muerte, la locura junto a la codicia y la lujuria, desnudos tooropianos, ondulados sobre sus conocidos fondos oro.
La exposición tiene mucho más material, especialmente abundancia de bocetos para la Filosofía y la Medicina, pero ya merece la pena sólo por ver la copia del Friso de Beethoven, del que incluyo también, para animar, el detalle del "anhelo de felicidad" que quiere ser la representación plástica del "Himno a la alegría". Juzgue el lector.
La medida de la estupidez del gusto convencional, consagrado y... muerto la da el hecho de que los censores vieneses, cegados por sus represiones y prejuicios no vieran que, tanto por su interpretación blanda y sentimental de los conflictos humanos, como por su carácter ornamental, la obra de Klimt estaba perfectamente integrada en el orden social que aquellos zopencos creían defender. Dicho sea sin demérito alguno para la genialidad del artista vienés.