divendres, 7 d’abril del 2017

La política en la era digital

Ramón Cotarelo/Javier Gil (eds.) (2017) Ciberpolítica. Gobierno abierto, redes, deliberación, democracia, Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública (497 págs.)

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El año pasado celebramos las IIIas. jornadas de Ciberpolítica con un gran encuentro de especialistas de todo el Estado en cuestiones digitales, de redes, de comunicación, elecciones, encuestas, medios digitales, e-governement, voto electrónico y aspectos colaterales. Los organizadores, Javier Gil y un servidor, recogimos todas las ponencias y las hemos editado en libro gracias al Instituto Nacional de Administración Pública en un volumen de 497 págs en formato papel, al módico precio de 25€. También hemos editado un e-book bastante más amplio, pues en él se contienen no sola las ponencias del congreso sino también las comunicaciones. Ambas publicaciones estarán disponibles en breve en la página web del Instituto Nacional de Administración Pública.

En lugar de hacer una reseña, hemos pensado que lo más práctico sería reproducir el prólogo que hemos puesto al libro que se compone de cuatro grandes apartados: I. Política, II. Economía y sociedad, III. Perspectiva de género, IV. Comunicación. Es un poco largo, pero el curioso lector podrá, si quiere, ir a la parte que más le interese (las hemos resalto en negrita) y dejarse las demás.



La ciberpolítica

Ramón Cotarelo
Javier Gil

Entre los días 16 y 17 de junio de 2016 se celebraron las III Jornadas de Ciberpolítica en España, organizadas por el Departamento de Ciencia Política y Administración de la UNED, con la colaboración del Instituto Nacional de Administración Pública y el Centro Asociado a UNED de Madrid (Escuelas Pías). Los dos anteriores fueron organizados por el mismo Departamento con la colaboración de la Fundación Ortega y Gasset y el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y ambos dieron lugar a sendos volúmenes. El que ahora ve la luz recoge todas las ponencias de las III Jornadas y algunas de las comunicaciones que se presentaron en la ocasión y que dieron lugar a unos intercambios de sumo interés en el encuentro, al que acudieron destacados exponentes de este nuevo territorio de la Ciencia Política, tanto en el ámbito académico como en el de la actividad práctica, así como de los medios de comunicación. En los dos días que duró el encuentro tuvimos ocasión de debatir los últimos desarrollos en este ámbito tan polifacético como cambiante y de comunicarnos experiencias que enriquecerán los posteriores trabajos e investigaciones de todos.

Hemos dividido el libro en cuatro apartados (política, economía y sociedad, perspectiva de género y comunicación política) para poner orden en un quehacer muy difícilmente clasificable por romper moldes admitidos, traspasar fronteras disciplinarias, y mezclar metodologías que habitualmente se aplican en contextos y paradigmas distintos. Sirva lo anterior a modo de disculpa si el resultado no satisface por entero a todo el mundo y a juicio de algún lector –incluso de algún participante no satisfecho por entero del lugar en que encuentre su aportación- tal o cual ponencia estaría más acomodada en un apartado o en otro. Lo hemos hecho atendiendo a los criterios prioritarios de pertinencia en el caso concreto y equilibrio de carácter general.

La ciberpolítica es un campo de estudio nuevo. Todavía está batallando por su derecho al nombre. Los escépticos y quienes se resisten siempre a aceptar las innovaciones preguntan con razón qué aporta de nuevo a la política clásica, la política tradicional, este reciente compuesto, en qué innova lo ciber a la política. La respuesta no puede ser más simple: en nada. En cuanto a su contenido, la Ciberpolítica es la misma política clásica que recibió su nombre en la Atenas de Pericles. Es el conocimiento de la vida colectiva en la polis (el ámbito territorial), la naturaleza y formas de acción del demos (la población) y la lucha por o contra el cratos (el poder). En el fondo, los tres factores que determinan toda forma política, sea preestatal, estatal o postestatal. Porque la idea de que las sociedades sin Estado carecen de política no es defendible. Que haya obtenido el nombre en la así llamada “ciudad-estado” no quiere decir que las sociedades anteriores la desconocieran. La criatura fue bautizada en la polis con el nombre de esta, pero había nacido mucho antes. Lo que diferencia el Estado de las formas anteriores es escasamente un par de matices respecto al territorio (su delimitación en una sociedad de Estados) y la conspicua teoría de la soberanía. Lo demás, es igual.

Obviamente, lo que distingue a la ciberpolítica de la política clásica no es el contenido sino la forma, los procedimientos, los medios. El objetivo sigue siendo el mismo: la lucha por el poder en un territorio determinado y sobre una determinada población que, a su vez, tiene o no una unidad de parecer. Lo que cambia son los instrumentos para conseguirlo. La ciberpolítica es la política articulada a través de las tecnologías de la información y la comunicación. Pero esta definición tampoco es suficiente. Hace ya más de 40 años que esta actividad acusó el impacto de las inmensas innovaciones tecnológicas que dieron en llamarse la “tercera revolución industrial” y que trató de entenderse en su día en sus peculiaridades con nuevas denominaciones como “sociedad postindustrial”, “revolución científica y técnica”, “sociedad tecnetrónica”, etc.  Sin embargo, estas determinaciones no afectaban al meollo de la política que, recuérdese, como decía Michel Foucault (1997), era la continuación de la guerra por otros medios. Se daba una clara conciencia de que las comunicaciones habían experimentado un gran salto cuantitativo; de que las relaciones sociales estaban sufriendo una acelerada mutación (cambio de modelo productivo, urbanización creciente, terciarización) sin que el estatuto de derechos y deberes de los ciudadanos experimentara un cambio sustancial, salvo el de una mayor ampliación de las oportunidades vitales, incluida la esperanza de vida; y de que el poder se había hecho más eficaz, más técnico (incluso se hablaba de la “tecnocracia”), pero no más abierto, democrático o transparente. Al contrario, la complejidad de la revolución tecnológica servía de justificante a la ruptura del tradicional equilibrio de poderes, dando primacía al ejecutivo, único al que se suponía competencia en los saberes técnicos que condicionan la legislación contemporánea. A todos los efectos, las relaciones entre los tres factores mencionados: territorio, población y poder no sufrieron grandes alteraciones.

El rápido desarrollo de la cibernética (Wiener 1988 [1944]) a partir de los años cuarenta fue un elemento esencial en esta expansión tecnológica, pues permitió generalizar su modelo básico, esto es, los mecanismos autorregulados, a todos los campos de la actividad humana- La cibernética transformó la sociedad en mayor medida que todos los inventos y avances anteriores. Desde los electrodomésticos (que vinieron a apoyar la secular lucha de las mujeres por su emancipación y a simplificar y agilizar la vida urbana) hasta las bombas “inteligentes” y los misiles que se autodirigen, no hubo campo del quehacer en que estos artilugios no se hicieran presentes. La cibernética daba cuenta igualmente de la teoría de la acción humana en todas las disciplinas sociales y cambiaba el paradigma sobre el que habían venido trabajando casi todas ellas, desde el funcionalismo (y el funcionalismo estructural) de los años cincuenta hasta la teoría general del sistemas a partir de los años setenta, cuando el mecanismo simple del estímulo respuesta, típico del positivismo conductista, dio paso a la reacción dialéctica de los bucles de retroalimentación que permiten explicar algo más satisfactoriamente el dinamismo de los sistemas sociales en general y los políticos en concreto (Easton 1965).

Sin embargo, esta potencia explicativa de la cibernética no se expandiría a todos los ámbitos de las ciencias sociales y políticas porque todavía faltaba el concurso de una innovación que sacara el mayor provecho a aquella. La cibernética era un modo de entender el comportamiento de la realidad, pero la realidad seguía siendo básicamente la misma: un conjunto de intercambios materiales (de matriz predominantemente económica) sobre el que se erige un enorme edificio fenomenológico hecho de ideas, creencias, ideologías, justificaciones, normas y sublimaciones.

Sería necesario que apareciera un elemento que trastocara de tal modo las ideas recibidas sobre lo real que permitiera hablar de una nueva realidad. El surgimiento de internet es ese elemento que permite postular una especie de desdoblamiento de lo real en dos mitades antagónicas aunque complementarias, como sucede siempre en toda dualidad: la realidad material y la virtual. La condición de indisolubilidad permite aprehender este nuevo mundo sin incurrir en simplificaciones. Es evidente que la realidad virtual que constituye internet procede de la material en la que se sustenta y no podría negarla sin negarse a sí misma. Pero también lo es que, a su vez, se superpone a ella y la ha cambiado de un modo tan radical que hoy el mundo es inconcebible sin la ubicua presencia de la red.

La invención de la imprenta fue el gran avance que ha transformado más radicalmente la realidad de la que había surgido. La imprenta difundió el conocimiento, lo cual hizo posible en cascada los fenómenos que nos han traído hasta aquí: el libre examen, el humanismo, la reforma, las luces, el positivismo decimonónico. Por supuesto, esta evolución espiritual no depende de una invención mecánica tan solo. Los chinos tenían imprentas de tipos móviles desde el siglo XI y su evolución cultural fue muy distinta, quizá por la lentitud de la impresión debido a la enorme cantidad de caracteres.

El mismo efecto que la imprenta de tipos móviles tiene hoy internet. Pero multiplicado por una cantidad muy alta: la difusión. Durante la pasada era de predominio de los medios de comunicación convencionales, estos eran llamados de “masas” precisamente para hacer hincapié en su gran difusión, su universalización, cosa que permitió acuñar la celebérrima expresión de “la aldea global” (McLuhan 1965). Y se trataba de tiradas de diarios medidas en cientos de miles, quizá millones; o de audiencias de radio y televisión también de millones, quizá, en algunos lugares de cientos de millones. Los usuarios de internet se miden en miles de millones. La imprenta puso al alcance de todo el mundo los discursos configuradores de la realidad y su aprehensión fenoménica (desde las leyendas sobre la creación del hombre hasta el arte de navegar o los protocolos de las sociedades secretas), todo el mundo podía leer, tenía acceso a la palabra divina, los conjuros de los sacerdotes, los apotegmas de los sabios con los que se orientaba la convivencia colectiva real, las críticas de los reformistas y revolucionarios con los que se pretendía cambiarlal. Con internet se actualiza y cumple la promesa de la imprenta en el sentido de la difusión cuantitativa de los mensajes y se entra en un terreno cualitativamente nuevo: todo ese mundo no solamente accede a la totalidad de los mensajes sino que puede contestarlos, entablar un diálogo con ellos, construir una realidad dialógica referida al pasado y que, por tanto, influye sobre el presente, igualmente afectado por esa realidad de la  comunicación bidireccional de masas a partir de la generación de la web 2.0.

El prefijo “ciber” es en realidad una convención idiomática. Es el apócope de cibernética, el arte del timonel, del piloto, del “kybernetes” griego. Apocopado amplía también su alcance semántico hasta designar todo mecanismo “inteligente”, en el sentido de la llamada inteligencia “artificial”. Así se ha extendido a una serie de actividades de muy diversa naturaleza: hay “cibercafés”, libramos “ciberguerras”, hablamos de “ciberpunks”, combatimos “ciberdelitos”, aspiramos a la “ciberseguridad” estudiamos el “ciberfeminismo” y fabricamos “ciborgs”, esto es, seres vivos, no necesariamente humanos, compuestos de parte orgánica y parte artificial, que abren muchas posibilidades y no solo en el campo de la fantasía. La ciberpolítica es la política que tiene lugar en esa realidad desdoblada, primordialmente en la virtual, en el ciberespacio, en internet. En realidad, la lucha que mantiene aquella por el reconocimiento del derecho al nombre es la misma que la de internet por ganarse el reconocimiento como un factor causante de una revolución sin parangón desde los tiempos de la imprenta.

Como todos los grandes avances de la humanidad internet ha venido y sigue acompañada de intensa polémica. El hecho de que no se le haya adjudicado un género y sea epiceno prueba que todavía no goza de un acuerdo universal. No en cuanto a su existencia, sino en cuanto a los efectos que dice producir. Al respecto, partidarios y adversarios suelen manejar los términos de ciberoptimistas y ciberpesimistas (Morozov, 2014; Sunstein 2007) para señalar a quienes piensan en las posibilidades de cambio, revolución y emancipación que anidan en internet y quienes sostienen que no hay tal cosa e internet no es sino un medio de comunicación más en una sociedad muy comunicada que no es capaz de satisfacer las expectativas que suscita, si es que no produce efectos contrarios a los propuestos y, claro, negativos. Los ciberoptimistas ven en internet una promesa de cambio cualitativo de las sociedades; los ciberpesimistas creen que no tiene esas capacidades y la contemplan como otro posible instrumento más en la tendencia de nuestras sociedades al autoritarismo, la manipulación y el control de los seres humanos. El punto central de esta crítica es que internet ha surgido y está perfectamente adaptada a la lógica mercantil capitalista.

Y lo mismo puede decirse de la ciberpolítica. En el libro predomina el espíritu ciberoptimista, como era de esperar pero lo cierto es que en sus páginas es fácil rastrear esta polémica entre ciberoptimismo y ciberpesimismo. Ese combate por poner internet al servicio de un programa emancipador o verla como un instrumento ya casi definitivo de opresión. Realmente, podrá cuestionarse la naturaleza del producto final, pero no que internet ha causado ya un impacto revolucionario en nuestras sociedades y no es exagerado suponer que seguirá haciéndolo. Ese impacto se hace sentir en todas las facetas de la vida social, especialmente en la economía, en donde la revolución de las TICs se ha convertido en la vida normal y está provocando un efecto demoledor sobre enteras ramas industriales o sectores profesionales y también en las demás actividades, deportivas, culturales, etc. Lo mismo está sucediendo en el ámbito político, si bien aquí se reconoce menos, quizá porque, dada la naturaleza del quehacer político, son mayores las inercias. Las instituciones no son empresas y su capacidad de cambio y adaptación es infinitamente menor. La ciberpolítica empieza por mantener esa lucha ya en el modo mismo de producirse y articularse en la realidad práctica. Se refiere a esa cuestión antes mencionada del carácter mercantil y, por tanto, capitalista en el funcionamiento de la red. De aquí que la batalla se dé ya en la determinación misma de los sistemas operativos. El movimiento por el software libre se articula como una opción para que los internautas tengan acceso al código fuente del sistema y puedan configurarlo según sus deseos y también puedan valerse de navegadores basados en ese principio del software libre que les permite no depender de los sistemas operativos y correspondientes navegadores que están sometidos a licencia comercial. Sobre eso versa el capítulo II, de Javier Romero, acerca de” Democracia y software libre”. Un impulso en pro de la desmercantilización de la red que el autor vincula al llamado “giro deliberativo” de la democracia contemporánea, con unas altas expectativas emancipatorias al considerar que la era digital es un nuevo paradigma social.


En la medida en que el ciberespacio es un ámbito público, posibilita como ningún otro medio la interacción democrática entre la ciudadanía y la política. La digitalización prácticamente total de la actividad administrativa y política en conjunto y el acceso de los partidos políticos al ciberespacio, incluidas las redes sociales, a través de las cuales acceden asimismo los ciudadanos (militantes, votantes y simpatizantes de esos partidos) crea una nueva esfera pública que solo está en la red, pero que tiene efectos directos sobre la vida política en su conjunto. Las prácticas de gobierno abierto permiten una intervención directa de la ciudadanía en los distintos niveles administrativos.  La presencia de los partidos y sus políticos en las redes, genera una interacción directa con la militancia y el electorado y moviliza la participación política que en el ciberespacio es especialmente flexible, como se ve en el capítulo I, de Stefano de Marco et al., sobre “Las habilidades digitales como facilitador de la participación online”. Junto a la mayor participación, las redes procuran asimismo mayor transparencia y escrutinio de la vida pública, a través de la información que los partidos ofrecen. Todos disponen de cuentas en Twitter, en Facebook y otras redes y todos administran páginas web de la organización o de sus políticos y dirigentes más representativos. Al respecto, un examen comparativo de las páginas web de los partidos, como hace Gema Sánchez Medero en el capítulo VII, sobre “La transparencia y la regeneración de las webs oficiales de los partidos políticos”, dice mucho y aporta datos para una interpretación de las orientaciones de los partidos en otros ámbitos.


Las redes sociales digitales aportan dos factores que superan en mucho el análisis tradicional de redes: su ámbito teóricamente universal y su transversalidad de hecho en todos los aspectos, político, profesional, religioso, etc. El carácter teórico de una universalidad proviene del hecho de que, en principio, la mayoría de las redes actúan en ámbitos lingüísticamente delimitados que pueden coincidir o no con los nacionales, aunque lo habitual es que lo hagan, incluso en los casos de países que comparten la lengua, como los latinoamericanos. La transversalidad es un hecho, más agudizado en unas redes que en otras, más en Twitter, por ejemplo, en vista de su funcionamiento, que en otras, como Facebook. Las redes abiertas, las más importantes, ofrecen la posibilidad de interactuar con todo tipo de desconocidos y debatir con gentes de convicciones distintas y hasta opuestas. La posibilidad existe; que suceda o no y en qué medida, ya es otro asunto. Las redes son redes de deliberación pero están aquejadas, al menos las políticas, de un alto grado de homofilia. Como señalan Balcells y Padró Solanet en el capítulo III,  sobre “Redes sociales y deliberación pública: El debate sobre la independencia de Cataluña” esta tendencia viene alimentada por los propios navegadores y buscadores que, habiéndonos identificado en función de los datos que las cookies recogen en nuestros sistemas, así como otras funcionalidades de sus algoritmos, nos facilitan nuestras hipotéticas búsquedas ofreciéndonos la información que se supone deseamos obtener. Es una orientación que no tiene por qué ser manipulación, pero puede derivar fácilmente en ella, a juzgar por la inmensa cantidad de datos que los buscadores llegan a acumular sobre nosotros, facilitando todo tipo de actividad de vigilancia y censura. 

Vigilancia y censura. Ese es uno de los asuntos más polémicos en la ciberpolítica. El epígrafe (el hashtag si alguna vez salta a la red es #seguridad y #seguridadnacional. La seguridad nacional es un concepto con buena prensa que goza de las preferencias de los gobiernos, a cuyo amparo pueden aplicar procedimientos objetables en lógica democrática. La seguridad ampara medidas dudosas justificadas por el temor al terrorismo. E internet facilita mucho y de muy distintas maneras esos controles, esas injerencias de los poderes públicos en la intimidad de los ciudadanos muchas veces por medios ilegales. De eso trata el capítulo XIII, de Yolanda Quintana, “Vigilancia y censura en la red: la seguridad como coartada”. Con todo lo ominoso y orwelliano que resulta hoy día el hecho de vivir en medios urbanos supervigilados, rodeados de cámaras de vídeos por todas partes, esa misma proliferación posee una eficacia cuando menos benigna o menos maligna: rara es la vez que la policía no dispone de imágenes de vídeo de los perpetradores de atentados en las grandes capitales. De donde se sigue su veloz detención. Una prueba entre otras muchas de cómo, la profunda transformación de la realidad material que impone la virtual presenta aristas, motivos para la queja y el agradecimiento. La tendencia del poder, por su naturaleza, es hacer un uso abusivo de los medios técnicos, pero el hecho de que internet, a su vez, “empodere” a la ciudadanía, permite que esta pueda defenderse.

Nada más ilustrativo que el episodio de WikiLeaks, que ataca directamente el corazón mismo de la siempre negada y siempre seguida “razón de Estado”, el secreto. Un secreto que ni el Estado ni las grandes empresas transnacionales pueden guardar con seguridad al tratarse de cantidades incalculables de datos extraídos de la red y que hay que poner fuera del alcance de especialistas habituados a trabajar con los big data, el pasto de que están hechas las redes, especialmente Twitter que pone a disposición pública sus inmensos almacenes de datos a través de sistemas analíticos que nos permiten discriminar y clasificar millones de tuits Esta apabullante riqueza de referencias empíricas da lugar a lo que se llama “minería de datos” y permite hacer análisis de comportamientos colectivos con universos gigantescos y hasta columbrar la posibilidad (todavía muy lejana, si es que es alcanzabale) de predecir resultados electorales con mayor eficacia que la demoscopia tradicional. Sobre estos asuntos tratan los capítulos IV y V, de Maria Luz Congosto y Montse Fernández sobre “dinámicas de comunicación en Twitter” en España y “#shalala, el caso del hashtag que cambió una campaña”, el primero de carácter más general y el segundo un análisis concreto de un giro de 180º sobre los resultados previstos en unas elecciones a una gubernatura mexicana, merced a un giro inesperado en las redes sociales.

A esa magnitud casi incalculable de los datos en internet se añade luego un factor que altera el cálculo ordinario del paso del tiempo de la realidad material. En la realidad virtual no hay pasado y presente pues este es una especie de presente continuo. Los datos no se debilitan con el paso de los años, ni caen el olvido, sino que permanecen siempre como están y solo se requiere hallar el acceso adecuado a ellos. Esto afecta a un campo delicado de los derechos de la persona como es el llamado “derecho al olvido”. Sobre este asunto versa el capítulo VI, de Leyre Burguera sobre “reputación digital y derecho al olvido del político en el ciberespacio”. La autora circunscribe su estudio a los políticos, pero está claro que lo que haya de ser para estos habrá de serlo también para los ciudadanos ordinarios, incluso más, ya que sobre ellos no pesan las delimitaciones del interés público que introduce siempre matices en las interpretaciones sobre el derecho a la intimidad del personaje público. ¿Es aceptable que, si un ciudadano ha satisfecho su deuda con la sociedad, el ciberespacio siga conservando su ficha de delincuente y condena por los siglos de los siglos? Tiene sentido sostener que, en ciertas condiciones, haya un “derecho al olvido” entre los millones, los trillones de datos que se almacenan en el ciberespacio, que se acumulan en las nubes, gigantescos depositorios de información sobre todo lo imaginable.

Por supuesto, el acceso a una infinidad de datos con mecanismos analíticos muy refinados, permite cruces de variables diversas con indicadores tradicionales por razón de sexo, edad, educación, etc y se establecen unas correlaciones muy precisas, lo cual no tiene por qué tener valor predictivo alguno, pero sí lo tiene, y muy grande, interpretativo. Esta confianza en un horizonte empírico prometedor con una capacidad analítica e interpretativa creciente en las redes, no hace olvidar a los analistas la existencia de insuficiencias o de la brecha digital, mencionada en varias ocasiones. Lo contrario, las redes son las primeras en someterse a sus propios análisis y no es cosa de olvidar que la ciberpolítica en redes sociales se mueve en porcentajes modestos: menos del 50 por ciento de la población es usuaria de Facebook y un 16 por ciento aproximadamente en Twitter. Sin duda, lejos de los índices de otros medios, singularmente la televisión, pero con una inmensa potencialidad de crecimiento tanto cuantitativo como cualitativo. 

El impacto de internet y la inlluencia de la ciberpolítica se extiende asimismo al campo aledaño de la Economía que por algo se ha llamado tradicionalmente Economía Política. De ese aspecto trata la segunda parte del libro, de la vertiente económica y de la social, inseparable de ella. En lo esencial debe tenerse muy presente un aspecto: internet no es solamente un ámbito de comunicación que se extiende al ciberespacio en el que todos se comunican sino que en sí misma incluye también una gran oportunidad de negocio. Internet es el medio en que se dan las interrelaciones mercantiles sino también el mecanismo que las hace posibles. De ahí que el tema que los autores más tratan en la obra es aquel aspecto en que internet introduce modificaciones esenciales en el funcionamiento del mercado a través de lo que se ha llamado la economía colaborativa.

La economía contemporánea no está sometida solamente a un acelerado proceso de globalización, sino también uno de no menos acelerada digitalización. Las estadísticas cuentan una historia coincidente: la cantidad de transacciones comerciales que se realizan en internet crece exponencialmente y también lo hace la actividad económica ordinaria que se adapta al entorno digital para sobrevivir en un mundo en el que se ha exacerbado la competencia. Pero no son estos aspectos, por lo demás evidentes, los que interesan a la hora de analizar las peculiaridades de la economía digital sino aquellos otros en los que internet fuerza cambios cualitativos en los modelos tradicionales de la economía de mercado que permiten intuir transformaciones en el sistema productivo mismo. El ejemplo más evidente es el proceso de financiarización de la economía que, según los enfoques más críticos fue responsable en gran medida de la crisis de 2008. No se sigue de aquí la propuesta de que internet sea responsable de ese proceso, pero sí que ha venido a impulsarlo notablemente al eliminar prácticamente todos los obstáculos a las transacciones financieras, de forma que estas han acabado sustituyendo el funcionamiento de la economía material. 

Otro campo en el que internet ha tenido asimismo enorme impacto en el funcionamiento de la economía con consecuencias en cadena en otro ámbito es la publicidad. Los soportes tradicionales de la publicidad (un servicio que representa a su vez un volumen considerable de negocio dentro de la actividad mercantil) han sido los medios de comunicación. Pero la caída en picado de la prensa de papel y el estancamiento de las audiencias de audiovisuales, al tiempo que se expanden aceleradamente las interacciones digitales ha impuesto cambios en todo tipo de sectores comerciales, especialmente los medios de comunicación como empresas. El mencionado hundimiento de la prensa de kiosco (especialmente de los diarios pero, en general, el retroceso de todo el papel impreso frente a lo digital), es causa y efecto de la crisis publicitaria. Es un círculo vicioso. La reducción de la difusión provoca la retirada de los anunciantes y la retirada de los anunciantes reduce la difusión de ejemplares. La migración de la publicidad desde la realidad convencional a la digital ha sido espectacular. La prensa de papel agoniza y si sobrevive es debido a que se parapeta en las versiones digitales de sus productos. Pero la mudanza de la prensa de papel a la digital tropieza con una feroz competencia entre los medios ya que algunos de estos son exclusivamente digitales y tienen un capítulo de gastos muy reducido que les permite competir ventajosamente con los convencionales. Estos no acaban de resolver el problema de la rentabilidad en la red, como tampoco lo consiguen en buena medida los medios exclusivamente digitales. El predominio de algunos de los rasgos definitorios del ciberespacio en este aspecto, en concreto, el acceso universal a los contenidos y la gratuidad de aquel, asentados como costumbres de las navegación por la red, trastorna el funcionamiento ordinario de los empresas de comunicación y altera los equilibrios de los sistemas mediáticos. La crisis de la industria de la publicidad ha presionado a la baja los precios del mercado y ha tenido una incidencia negativa sobre la profesión periodística, atenazada por una precariedad sin precedentes que incide sobre el valor del crédito de los medios, que es condición esencial para su supervivencia en sociedades democráticas. Internet tiene esta doble consecuencia, hasta cierto punto paradójica: expande al infinito las posibilidades de información a coste cercano a cero, pero no garantiza su fidedignidad y obliga a los consumidores a invertir en la tarea de contrastar información el tiempo que se habían ahorrado con el acceso directo a las medios digitales.

Pero el punto que concita la mayor atención de los estudiosos en lo relativo al impacto de internet en los mercados es la promesa de transformación de los supuestos básicos mismos de la economía capitalista a través de las economías colaborativas. Al amparo de la crisis del neoliberalismo se abren unas posibilidades en el campo digital que, por su propia naturaleza, tiende a borrar las distinciones tradicionales entre la producción y el consumo a través de la aparición de unos nuevos agentes económicos llamados “prosumidores”, asunto sobre el que versa el capítulo IX, de Javier Gil, sobre “Economías colaborativas y crisis del capitalismo: un análisis a través de la prosumición”, en el que no solamente se subraya la importancia de la mencionada alteración, que obliga asimismo a replantear la distinción clásica entre propiedad de medios de producción y medios de consumo, sino también la separación hasta ahora aceptada entre la vida laboral y la vida privada. Desde el momento en que un rasgo esencial de la economía colaborativa es extraer beneficios de medios de consumo puestos al servicio de necesidades ajenas en un contexto mercantil, los medios de consumo son medios de producción capaces de generar beneficio, aunque no exactamente plusvalía pues aquel no deriva de la explotación de la fuerza de trabajo de otroa, sino de la satisfacción de una necesidad ajena de carácter contingente. La cuestión que queda abierta, no obstante, como en otros casos de la ambivalencia de las relaciones en el ciberespacio, es si las plataformas de intercambio de servicios (Airbnb, Uber, etc) realmente son signos anunciadores de un replanteamiento del concepto angular de la economía capitalista del valor trabajo o no es otra cosa que un mecanismo de explotación más que contribuye a la hegemonía de las políticas neoliberales de austeridad mediante el hundimiento de los precios en el mercado.

El reproche más frecuente a las economías colaborativas es que, al darse en marcos sin la suficiente vigilancia ni protección jurídicas, son susceptibles tanto de la prolongación de la explotación capitalista como de incurrir en ilegalidades bajo formas de competencia desleal. El primer riesgo, la prolongación de la explotación, deriva de la crítica de que, en el fondo, las plataformas de intercambio no funcionan en beneficio de que quienes realizan las transacciones concretas sino de sus propietarios. En cuanto a la competencia desleal, que es piedra litigiosa permanente en estas relaciones mercantiles de nuevo tipo, se origina en la desigualdad de trato económico y legal que existe entre la prestación de un servicio “convencional”, sometido a un régimen de licencia o autorización y vigilancia ordinaria con unos costes y la disminución o supresión de estos en el caso de la prestación digital por intercambio recíproco. Todas las fórmulas de P&P que esquiven los controles normativos y puedan hacer dumping con los precios son susceptibles de haber recurrido a prácticas desleales, razón por la cual es importante delimitar en qué casos cabe hablar de “economías colaborativas” con un ánimo de win-win y en qué otros casos se está bordeando la ley en materia de competencia, asunto sobre el que versa el capítulo X, de Javier de Rivera et al., sobre “La economía colaborativa y sus “tipos” en la era del capitalismo digital: un estudio netnográfico”. A los efectos de evitar el mal nombre que siempre se desprende de estas actividades, hacer una clasificación y orientarnos en la confusión de unas relaciones mercantiles en las que se rompen todos los días fronteras tradicionales de los intercambios, es imprescindible definir la economía colaborativa y encontrar criterios para distinguirla de aquellas otras actividades que se presentan como tales pero no lo son y sobre eso versa el capítulo XI, de Diego Hidalgo sobre “Una definición de la economía colaborativa”, cuya idea consiste en reservar el nombre a unas relaciones económicas que reúnan dos criterios: una relación directa entre “pares”(peers) con una intermediación “ligera” del servicio así como el hecho de compartir verdaderamente un recurso y no incurrir en las habituales relaciones mercantiles.

Este aspecto de la mercantilización de las interrelaciones de los agentes, que para Polany caracteriza el meollo del capitalismo (Polany 1957) ya estaba en la temprana y aguda crítica del marxismo del fetichismo de la mercancía. Justamente los postulados de la economía colaborativa plantean la hipotética posibilidad de superar el capitalismo insistiendo en esa “desmercantilización” de las relaciones sociales. No es algo nuevo: ya desde los comienzos de la revolución industrial y como reacción a sus condiciones más extremas se propusieron modelos alternativos de relaciones económicas alternativas a la mercantilización. Uno de los primeros, el cooperativismo que puso en marcha Robert Owen y que se extendió a lo largo del siglo XIX en diversos modelos de organización económica de los llamados “socialistas utópicos”, como Saint Simon, Fourier y, sobre todo, el movimiento “icariano” de Cabet. En el siglo XX tomó cierto, escaso, vuelo el cooperativismo, reforzado en mitad del siglo con el “socialismo autogestionario” cuyas raíces, en el fondo, también eran cooperativistas. Lo que sucede es que el cooperativismo solo de modo figurado puede reclamar para sí una potencialidad anticapitalista eficaz ya que, para sobrevivir en el conjunto de la economía de mercado, tiene que someterse a la lógica del beneficio capitalista, como las demás empresas. De aquí se sigue que las cooperativas realmente “desmercantilizan” las relaciones internas de los cooperativistas pero no las externas de estos con el resto de los agentes en los mercados (Wright 2014). En verdad, un análisis desapasionado de las posibilidades de desmercantilización de las relaciones económicas no permite barruntar una imposición de estos procedimientos digna de consideración en la economía capitalista. Este es el contenido del capítulo XII, de Ana María Córdoba et al., “Movimientos en (des)-acuerdo con la red. ¿Mercantilizando o hacienda común Internet?” En el que se pasa una revista desapasionada a las promesas de desmercantilización y se avisa, al contrario y con bastante realismo, del peligro de que la que acabe mercantilizada sea la acción política incluso cuando anima el surgimiento de los movimientos sociales.

Pero todavía es demasiado pronto para hacerse un juicio duradero sobre esta cuestión. El espíritu del proyecto colaborativo, que dispone de la inmensa base empírica de los big data tiene su futuro en el campo de la democracia deliberativa, en la que nos encontramos con las posibilidades de validar fehacientemente los postulados abstractos de la teoría habermasiana de la acción comunicativa o democracia dialógica. Es el contenido del capítulo VIII, de Rosa Borge et al., “¿Colaboración con deliberación?: Evaluación de la deliberación en las plataformas colaborativas de programación”, en el que, a la luz de un caso específico, se analizan los factores que constituyen la economía colaborativa en la deliberación que se abre con los intercambios en torno a las plataformas de código abierto, precisamente la actividad de desmercantilización que afecta no a las empresas que pueden actuar en internet sino a la propia internet considerada como una empresa que ha de funcionar a través de unos protocolos que son o no de acceso libre. Resulta interesante observar cómo los debates y deliberaciones en el marco de la comunicación dialógica que se ocupa del código abierto, se dan más o menos las mismas pautas que en las interrelaciones ordinarias en las redes sociales.

Si un ámbito ha sufrido un proceso de deterioro por su dificultad para adaptarse a las condiciones de mecantilización de la economía es el rural. Los núcleos rurales más pequeños se despueblan a causa de la falta de oportunidades vitales y en ellos habita una población mayoritariamente femenina y envejecida. La situación de abandono (debida a la falta de rentabilidad de las inversiones en TICs) aumenta la distancia frente a los núcleos más poblados y, por supuesto, los urbanos, que ejercen un efecto sifón. Una consecuencia de este distanciamiento es el declive de los núcleos rurales tanto en lo económico como en materia de plenitud de derechos de ciudadanía. De ello trata el capítulo XIV, de Cristina Benlloch, “El contexto rural español y la importancia de la ciberpolítica”, uno de los primeros en abordar esta cuestión ya que los estudios de ciberpolítica tienen habitualmente contextos urbanos y metropolitanos. Y justo es precisamente la ciberpolítica, la digitalización del ámbito rural la que puede aspirar a revertir esta situación. La conexión plena, en pie de igualdad con los núcleos urbanos, quizá no sirva para incorporar su población como usuarios (aunque sí será buena para aumentar su calidad de vida), pero puede aumentar la fuerza atractiva de estos núcleos para actividades mercantiles y profesionales descentralizadas. Dada la estructura y funcionamiento de la red, todo lo que se necesita es conexión segura de banda ancha y máxima velocidad. Complementariamente, la descentralización significará reducción de costes y mayor productividad. 

Un libro de ciberpolítica debe tener un apartado dedicado a la perspectiva de género. El feminismo es político y, por tanto, también ciberpolítico (Consalvo 2003). La red es un ámbito abierto, de acceso universal libre en condiciones de igualdad. No hay en principio en ella mecanismos internos que la obstaculicen, fuera de los que se deriven de las pautas culturales generales de la realidad convencional y, desde luego, tienen cumplido reflejo en las redes. Estas reproducen la lucha de género que se da en el patriarcado. El ciberespacio no tiene por qué ser patriarcal pero, de hecho, lo es porque quienes en él interactúan, mayoritariamente, son su producto.. 

Pero, al mismo tiempo, la creación de una esfera pública digital con las potencialidades de la red, ofrece perspectivas nuevas y prometedoras al feminismo (Scott 2016). No contamos con muchos estudios empíricos concretos sobre la acción feminista digital pero los que hay parecen indicar que la presencia de las mujeres en las redes y su empleo de las tecnologías digitales va ligeramente por detrás de la de los hombres y prácticamente están a la par cuando se trata de investigar en el acceso a las redes a través de tecnologías móviles, como los teléfonos inteligentes. La diferencia no es muy grande, no tanta como la que se da en la realidad no digital. 

Lo interesante de la relación entre el ciberespacio y el feminismo no es cómo se refleja en aquel el conflicto de géneros del patriarcado, que reproduce el convencional, sino si el funcionamiento de la red provoca efectos nuevos de carácter positivo o negativo en el proceso de emancipación femenina (Daniels 2009). Los autores han ido a comprobar este extremo en aquellas circunstancias que son puntos neurálgicos del feminismo contemporáneo: la violencia de género, la prostitución y la emigración

En cuanto a la violencia de género, se trata de un caso específico de un comportamiento que ha experimentado una inmensa expansión en el ciberespacio: el del acoso. No hace falta decir que, así como las TICs han producido avances muy notorios en la lucha contra el crimen, en especial el crimen organizado, también han abierto posibilidades inéditas para los delincuentes aislados u organizados (Mcquade 2006). Y no solamente para los delincuentes informáticos entendiendo por tales aquellos que se especializan en atentar contra bienes jurídicos digitales, como información, contraseñas, protocolos, códigos, etc., sino también a aquellos que valen de medios digitales para perpetrar delitos comunes y de estos hay toda la gama en el ciberespacio, desde las estafas a las amenazas.

El acoso sexual, un delito no infrecuente en las redes especialmente las de clientela juvenil, puede ser visto como el precedente de la violencia de género y el maltrato machista. Es el tema del capítulo XVIII, de Perla E. Bracamontes sobre “Ciber-activismo-político instrumento necesario para erradicar la violencia de género entre adolescentes en la era digital”, al que sirve de precedente teórico general con una punta de esceptisicmo, el capítulo XV, de Fátima Arranz sobre “Ciberespacio y violencia de género: Suma cero”. La receta es la habitual, la de atajar el mal uso de las redes en este aspecto es fomentar su buen uso mediante campañas de concienciación y ciberpolítica feminista. Con una ventaja que los estudios sistemáticos de las redes nos permiten frente a su uso aleatorio, esto es, que podemos valernos de los big data para estudiar los comportamientos, tipificarlos y elaborar así protocolos de acción para las supuestas víctimas. Buenos propósitos, pero que, después de más de quince años de ciberfeminismo activo, no han dado los resultados previstos sino que, al contrario, han servido todo lo más, para aquilatar la inmensa dificultad de hacer visibles en las redes los objetivos feministas (Paasonen 2011).

El tema de la prostitución divide y enfrenta al movimiento feminista y también a la opinión pública en su conjunto, incluidas las autoridades. Es un debate difícil, conflictivo, cruzado de intereses, ideologías, reacciones viscerales (Ferguson 2014). Sobre él trata el capítulo XVI, de Anna Clua y Joaquim Moré sobre "El debate público sobre prostitución. Estudio de caso de la repercusión de un programa televisivo en la esfera Twitter” en el que analizan el eco que tuvo en Twitter un programa de la TV3, Gent normal, dedicado a la “prostitución voluntaria”, emitido el 4 de abril de 2016. Su estudio detecta cinco partes intervinientes en el debate: activismo feminista, prostituta, activismo abolicionista, colectivo contra la explotación sexual y políticos y simpatizantes del PSC. Sus conclusiones son razonablemente optimistas. Reconocen que el debate no fue verdaderamente plural en el sentido de que unas voces eran predominantes en detrimento de otras pero, al mismo tiempo, sostienen que las redes e internet abren un campo muy prometedor. Muy probable en otros aspectos del quehacer emancipador femenino, aunque no tanto en el de la prostitución, en donde la quiebra es muy profunda. Sin duda, entendida la prostitución como una actividad mercantil, forzosa ilegal, por tanto, delictiva, la opción represiva, tipo “tolerancia cero” tendrá acuerdo general, aunque haya discrepancias en cuanto a su aplicabilidad práctica. El problema comienza en el caso de lo que el programa de TV3 había titulado con aviesa intención “Prostitución voluntaria”. Por supuesto siempre habrá quién objete a la validez de esa voluntad que, aun invocando su libertad de elección, puede estar coaccionada por la necesidad. Aun salvando la mayor parte de esos casos, obviamente no todos, siempre quedan estos de las muchas formas de la prostitución realmente voluntarias. Con ellos podría procederse como con el caso de quien de su libre voluntad se constituye en esclavo de otro. Un pacto nulo porque la esclavitud está prohibida.

Lo mismo con la prostitución si triunfan los partidarios de prohibirla. El problema en ambos casos es la eficacia o hasta qué punto es posible considerar ciertas relaciones laborales como esclavitud. El precariado todavía disfruta de algunos mínimos derechos, pero está más cerca de la esclavitud que los trabajadores contratados indefinidos. Igualmente, hasta qué punto cabe considerar prostitución determinadas relaciones de género que muchas veces aparecen consagradas mediante instituciones sociales de la mayor importancia, por ejemplo, el matrimonio.

El capítulo XIX, de Silvia Almenara sobre “El caso de la diáspora saharaui” parte de un hecho muy llamativo que ilustra en el estilo de las redes con una imagen de una refugiada siria quien, según llega a la playa, se saca un selfie con un teléfono inteligente. Ello anima comentarios adversos en las redes poniendo de manifiesto como estos inmigrantes y refugiados vienen provistos de todo, no les faltaba de nada y no debieran entrar. Por supuesto, también hay un espíritu de acogida manifiesto en las redes y que se expresa de otro modo. Pero la anécdota revela un hecho al que no se ha concedido suficiente atención en la ciberpolítica y que, sin embargo, está muy en línea con los datos que tenemos de las comunidades online. Realmente el término diáspora quizá sea algo exagerado con respecto al fenómeno original al que se atribuyó, pero hace muy visible el fenómeno de que, gracias a internet, a las redes, las diásporas ya no significan dispersión, pues las comunidades se mantienen conectadas entre sí y con el punto de origen común. Esto coincide con los datos de que el universo de las redes suele ser nacional, con una base fundamental en el empleo de la lengua. El ciberespacio está fragmentado en comunidades lingüísticas y, dentro de estas, de otras peculiaridades, dialectales, étnicas, etc. Sin internet esto no sería posible. Las comunidades que van arribando a las costas de Europa no están compuestas por individuos aislados quizá con algún contacto inseguro sino por migrantes conectados, que traen GPS, por así decirlo. Y esas comunidades, en realidad cibercomunidades viven en un medio que facilita extraordinariamente el mantenimiento de la identidad colectiva, lo cual, a su vez anuncia dificultades a medio y largo plazo respecto a la integración de estas comunidades en la sociedad de acogida. Pero, de momento, el medio para garantizar la cohesión cultural es internet y el estudio de Almenara, al versar sobre redes de mujeres saharauis pone de relieve la importancia de su aportación a esa tarea de interés colectivo como es la identidad cultural. Esta aportación de las mujeres saharauis a la conservación de la conciencia nacional las anima a “empoderarse”. Que el terreno que su condición indispensable les ha hecho ganar se les reconozca más tarde, si la República Saharahui llega a ser una realidad, es otro asunto.

El capítulo XVII, de Laura Acosta sobre “Identidades y relaciones de género: el Arquetipo de las Princesas Disney” se concentra en un problema también de raigambre en el feminismo, el de la construcción social de la identidad de género y cómo está siendo tratada en las redes. El caso concreto escogido es un análisis de la evolución de los arquetipos de las princesas Disney, desde la Blancanieves de 1937 hasta Elsa y Anna en Frozen (2013), con la secuela prevista para 2017. No es preciso valorar la importancia del objeto: Disney es un producto cultural consumido en el mundo entero y su capacidad para influir en las pautas de comportamiento es inmensa. Acosta no admite que esa evolución apunte a un cambio desde los modelos patriarcales a uno de princesas “empoderadas”, sino que los productos Disney siguen influyendo en las pautas de comportamiento ptriarcal y justificándolas. Ve, sin embargo, en “la plaga tecnológica que vivimos”, posibilidades de articular acción colectiva feminista de empoderamiento o para plantear exigencias y manifestar preferencias a la empresa Disney en cuanto clientes y consumidores de sus productos. Los hashtags, las páginas web, dan mayor visibilidad a un movimiento que la necesita.

Hay un último apartado dedicado a la Comunicación política. No cabe exagerar la importancia que esta adquirido en la sociedad mediática o “democracia de audiencias” (Manin 1995). La política ha sido siempre comunicación y en la era de la de masas, adquiere su máxima expansión, hasta el punto de que se  convierte en una disciplina por derecho propio, situada entre la teoría de la comunicación y la práctica política. La teoría sociológica contemporánea confluye en la idea de fundamento comunicativo de las sociedades contemporánea, de forma que la acción social clásica se ha perfilado básicamente con “acción comunicativa” (Habermas 1981). Esta acción comunicativa es el venero con el que evoluciona el duradero y muy fructífero paradigma de la construcción social de realidad que, desde sus primeras formulaciones en el interaccionismo simbólico de Palo Alto (Wittezaele y Garcia 1994) hasta las concepciones más ligadas a las concepciones del Lebenswelt fenomenológico (Luckmann/Berger 1991) se impone en el análisis de la dinámica política contemporánea de forma que los conflictos se ventilan en el terreno de la comunicación y los discursos, en una lucha por la hegemonía entre opciones alternativas por imponer una determinada visión general sobre otras antagónicas, un encuadre (Lakoff 2016), un término más escueto y pragmático que el de “concepción del mundo” o Weltanschauung, que era lo que se empleaba antes.

El ciberespacio ha dilatado extraordinariamente los límites de la esfera pública y ha abierto un campo de acción política caracterizado por las mencionadas notas de acceso universal, gratuito, instantáneo y en tiempo real. Las teorías clásicas de la comunicación ha dado paso a otras más refinadas que tratan de hacer justicia a una realidad que ha alcanzado altos niveles de complejidad. El venerable postulado del “estímulo respuesta” pavloviano de los primeros pasos en la teoría de la comunicación con la imagen simple de emisor-receptor o teoría de la “aguja hipodérmica” (Asa, 1995), se rindió ante la mayor fuerza explicativa del llamado “modelo de los dos pasos” (Two steps flow) de Katz y Lazarsfeld (1948) y así se mantuvo la doctrina mainstream en comunicación durante largos años. La idea de Lazarsfeld superaba la tosca simplicidad del modelo de la aguja “hipodérmica” (que, más que teoría de la comunicación, parecía del adoctrinamiento), introduciendo un tercer factor, los opinión makers, que son quienes median la comunicación entre emisores y receptores, la canalizan y la interpretan. Estos terceros elementos o líderes de opinión tendrían muy buena acogida y encontrarían su equivalente estructural en los gatekeepers de la teoría general de sistemas, factores esenciales en el equilibrio de estos. De hecho, la práctica de la comunicación política contemporánea está orientada a influir en la formulación de las emisiones (por medios directamente políticos, campañas, etc, así como actividades de lobbies) como a constituir y/o respaldar a los líderes de opinión estratégicamente situados en los medios de comunicación. Guardando las distancias, podría decirse que la importancia de este tercer elemento en la teoría de la comunicación, equivale a la que tenía el coro en las tragedias griegas, consistente en interpretar la acción para el público y, a veces, sobre todo al final, en ser parte de ese público. Al igual de lo que sucede con los líderes de opinión actuales, especialmente si son muy populares.

Sea con un mecanismo simple o articulado, la teoría de la comunicación, y su realidad práctica, por supuesto, no sufrió grandes cambios en el más de medio siglo que transcurrió entre los estudios de Lazarsfeld y la aparición de internet y la web 2.0. La comunicación es siempre unidireccional, parte del emisor y llega al receptor mediada o no. Este consume la información y ajusta su comportamiento posterior a su contenido, pero no está previsto que intervenga activamente en el proceso comunicativo y menos que se constituya en líder de opinión o centro emisor de nada En la realidad convencional, los cauces por los que se daba voz a la audiencia eran mínimos, insignificantes y fácilmente manipulables. Las secciones de cartas al director de los medios impresos o las ocasionales intervenciones de elementos escogidos de la audiencia en radio o televisión no solían tener eficacia alguna en el proceso comunicativo y, si acaso, servían para respaldar o cuestionar aleatoriamente algún tipo de acontecimiento. Con internet y la web 2.0 la situación ha cambiado radicalmente y ya no se reduce a una comunicación unidireccional, sino que es multidireccional. La posibilidad de acceder a la esfera pública en el ciberespacio, de interactuar con los líderes de opinión o, incluso, convertirse en uno de ellos está alterando las pautas de funcionamiento tradicional de los medios y sus audiencias. La aparición del concepto de “periodismo ciudadano” que se refiere tanto a la participación de los ciudadanos en el ciberespacio, en diálogo entre ellos o con los políticos o los líderes de opinión como a sus articulaciones prácticas a través de iniciativas innovadoras, como las radios libres, las televisiones comunitarias, los canales en la “nube”, como Youtube han subvertido las pautas convencionales del periodismo y la actividad comunicativa en general. La interacción entre los medios de comunicación tradicionales y la red es permanente y hace inevitable el hecho de que los poderes públicos no puedan ignorar la opinión pública que se incuba en la red.

El capítulo XX, de Víctor Muñoz y Antonio Pérez, “Medios de comunicación y nuevas tendencias de la informaciónpolítica y digital en España es una especie de balance sobre la situación de les medios de comunicación actualmente en una especie de estado de la cuestión del “sistema mediático” (Hallin y Mancini 2008) español. La situación española se caracteriza por unos medios polarizados y muy politizados, con unos vínculos poderosos entre las fuerzas políticas y los medios de comunicación y una consideración relativamente baja en las escalas internacionales sobre pluralismo y libertad de prensa. En el informe de Freedom House de 2015, España ocupa un modesto lugar 28 en libertad de prensa.En ese marco insatisfactorio se recibe el impacto de internet que ha trastornado los usos habituales de los medios convencionales y ha impuesto unas pautas comunicativas digitales a las que las instituciones y los partidos tradicionales no estaban acostumbrados y ha dado una relativa ventaja a las fuerzas políticas articuladas en el ámbito digital. Todo ello ha abierto una crisis general del sistema político de la tercera restauración, basado en el bipartidismo, que todavía está pendiente de solución.

Por otro lado, el capítulo XXIV, de Antonio Pérez y Victor Muñoz, sobre “Usos y funciones de Internet en su vertiente política: elaboración de una tipología de usuarios” trata de presentar el cuadro al otro lado del espejo, por así decirlo, pues analiza el sistema mediático, como en el capítulo XX, pero centrándose en el ciberespacio, internet y el uso de las redes sociales. El intento de establecer una tipología de usuarios no es enteramente nuevo y ayuda a hacerse una idea de cómo va desarrollándose esa progresiva integración y mutua adaptación entre los medios convencionales e internet. Quizá estas tipologías de usuarios resulten hoy prematuras porque, en comparación con el sistema mediático convencional, en el que las funciones y roles de los intervinientes están bastante fijadas, no sucede lo mismo en al ámbito digital en el que se dan frecuentes vacíos legales y ausencia de pautas culturales, debido a su juventud y al hecho de que todavía no haya desarrollado todas sus potencialidades de forma que los comportamientos y los intercambios, lejos de estar sometidos a rutinas e inercias, muestran posibilidades insospechadas de innovación y creatividad. 

Junto a estos panoramas de situación acerca de cómo se articula la comunicación política en la era digital, dos estudios centrados en dos cuestiones específicas y su tratamiento en las redes, el terremoto del Ecuador del 16 de abril de 2016 y el intento frustrado de la fiscalía de la república de conseguir la destitución del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro. El capítulo XXI, de Palmira Chavero, sobre “Los valores-noticia en twitter en situaciones de emergencia. El caso del terremoto de Ecuador” versa sobre el tratamiento en las redes de las noticias acerca del terremoto del Ecuador, que alcanzó una intensidad del 7,8 en la escala de Richter. El hilo que la autora ha seguido es el de las cuentas en twitter de dos diarios representativo, El Telégrafo y El Comercio. El primero es una empresa privada y el diario el decano de la prensa colombiana, el segundo es un medio público. Aparte de las conclusiones específicas, este estudio aporta material para comprender el proceso de integración entre los dos ámbitos de la comunicación, el digital y el no digital, a los que no queda más remedio que fundirse y señala un aspecto que, a no dudarlo, abrirá nuevas perspectivas de investigación, esto es, en qué medida las peculiaridades de las redes y sus exigencias están ya de hecho influyendo en el modo en que los medios convencionales producen el material noticiable y los contenidos informativos. 

A su vez, el capítulo XXIII, de Marciano Venté, sobre “Las redes sociales como nuevo espacio del diálogo de agentes: La interpretación metodológica de la construcción virtual de la realidad social desde #DestituciónPetro” se aventura en un terreno aun más nuevo. Tomando el caso del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro. Petro, antiguo militante de la guerrilla del Movimiento 19 de abril y actual dignatario del Movimiento Progresista, fue revocado a instancias de la fiscalía de la República por supuestos delitos en el ejercicio del cargo. Aunque la Comisión Interamericana de Derechos Humanos no aceptó la decisión sancionadora, el presidente de la República, Santos, sancionó la deposición de Petro. Solo una posterior decisión del Tribunal Superior de Justicia de Bogotá obligó al mandatario a restablecer a Petro en su puesto de alcalde. El autor apunta a la conclusión de que fue el eco en las redes sociales, las protestas y las críticas a unos procedimientos que se consideraban injustos y arbitrarios lo que forzó la mano de las autoridades, arropó la decisión judicial negativa y mostró que el ciberespacio tiene una capacidad de influencia y presión que pocos le habían supuesto basada sobre todo en el hecho de que la ciberpolítica se da en un espacio, el ciberespacio, en el que no hay posibilidad de censura.

Las manifestaciones de la ciberpolítica no se reducen a las redes sociales. En realidad la multiplicidad de fuentes de información e intercambio en internet que explican la naturaleza polifacética de esta, es abrumadora por su cantidad de puntos de referencias: buscadores, páginas Web, blogs. Vlogs, redes sociales, wikis, plataformas de servicios etc. Todos estos puntos están interconectados a través de los vínculos de las redes distribuidas. La mayoría de los medios impresos, pero también los audiovisuales, se hacen presentes en las redes. A su vez, muchos de los puntos o nodos interactivos no están solamente en las redes, sino que tienen existencia aparte en otros ámbitos del ciberespacio. Así, por ejemplo, los blogs políticos, de los que se hace eco el capítulo XXII, de Ana María Zaharía y Jacinto Gómez, sobre “El impacto de las Tecnologías de la Información en la blogopolítica española: análisis de los blogs políticos como nuevo modelo mediátic”, configuran un terreno propio, la blogosfera, cuya capacidad de influencia depende de la cantidad y calidad de sus seguidores. El caso concreto que analizan nuestros autores en perspectiva comparada es el de los blogs respectivos de Pablo Iglesias y Pedro Sánchez. No es que haya aquí excesiva abundancia de material, pero sí se apunta en la dirección en que deben seguir futuras investigaciones: la blogosfera es un aspecto esencial del ciberespacio porque, aunque haya blogs administrados de forma colectiva o por los partidos políticos, el blog como tal recurso, tiene tendencia a articularse en términos personales: es el bloguero quien administra su blog, sube las entradas y determina su régimen y de esta manera consigue un impacto, mayor o menor, según una serie de circunstancias que sería prolijo enunciar aquí. Este tipo de análisis está aún en sus comienzos y seguramente lo primero que debería hacer sería completar el de los blogs políticos de los dirigentes que siempre se dan en la esfera pública con el de los de mantenimiento privado.

Por último, la iconografía es un aspecto fundamental de la comunicación política. Disponemos de valiosos estudios de este aspecto en la disciplina de comunicación política de tipo tradicional. No hay análisis comunicacional que no dedique atención a los elementos gráficos y plásticos de la interacción que se esté dirimiendo, generalmente en campañas electorales, pero no solo en ellas. También en los más diversos procesos de crítica o legitimación simbólicas. Se toman en cuenta los colores, las imágenes, los grafismos, los acompañamientos musicales, etc. Algo así está pendiente de hacerse en el ciberespacio en donde, obviamente, las posibilidades son inmensas. El capítulo XXVI, de Ramón Cotarelo, sobre “¿Una iconografía digital” pretende ser una invitación a avanzar en este territorio prácticamente virgen. Todo en internet, al ser digital, virtual, es simbólico y susceptible de análisis semiótico como lo es la realidad material, aunque con caracteres absolutamente propios y peculiares 

Ciberpolítica. Gobierno abierto, redes, deliberación, democracia, constituye una panorámica acerca de la situación de la ciberpolítica en la actualidad. Será una buena base de trabajo para cuando se convoquen las IV jornadas de ciberpolítica.

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