Interesante película la de Michael Grandage, más por el tema que por la película en sí. El tema es el genio (por cierto, es el título original del film que en castellano ha mudado a este verdaderamente soso de El editor de Libros) y la peli no es genial. Es decorosa, dentro de una moda de recreación de épocas del pasado siglo XX que ya tiene algunos cánones que esta respeta escrupulosamente. En nuestra historia, roaring twenties y años treinta. Un producto con oficio. Pero el oficio no es el genio. Lo cual está bien porque, si la película fuera genial, quizá no dejara apreciar el genio del hombre cuya historia se narra, Thomas Wolfe (1900-1938). En resumen, buena dirección, buena interpretación. Jude Law (Wolfe) espléndido. Nicole Kidman algo fuera de lugar. Los demás, clavados. No conozco el libro en el que se basa y no puedo valorar bien el guión. Hay momentos muy reveladores pero muy esquemáticos, casi indescifrables si no se tiene un conocimiento previo de las claves, en concreto las brevísimas apariciones de Scott Fitgerald y Ernest Hemingway.
En principio, la película va de eso, del genio, de la exuberante actividad creadora de Thomas Wolfe, su arrolladora, explosiva personalidad que atrae a quienes pasan junto a él como la llama a la mariposa. Y acaba quemándolas. El mensaje del film es claro y convincente: el genio fascina y expulsa vida que contagia a los demás, permitiéndoles vivir vicariamente una existencia ajena, mucho más fascinante que la suya. Pero cuando el genio se aleja, se va, encuentra otro interés, aquellos "demás" tienen una crisis existencial. Correcto. Las dos mariposas que se acercan a Wolfe, su amante, Aline Bernstein y su editor, Maxwell Perkins, son arrebatadas en su torbellino creador. También correcto. Es la prueba práctica de la teoría anterior.
Lo del editor tiene su miga. El nudo del relato, el tema verdadero, es la relación entre el editor (en el sentido anglosajón del término; no el publisher) y el autor. Y aquí desemboca un río de historias y experiencias. Hasta la aparición de las editoriales como grandes empresas, los escritores han pasado por todo tipo de arreglos para hacerse leer. Antes de que hubiera un mercado de lectores (producido por la alfabetización) los escritores tenían que buscarse mecenas. Con el mercado, fueron los libreros quienes empezaron a editar, muchas veces a costa del propio autor que luego recuperaba su inversión o no. Con las grandes editoriales, que devoran originales, aparece la figura del editor, el lector en nombre de la editorial que da o no el visto bueno a los manuscritos. El puesto suele ocuparlo alguien relacionado con la literatura por ser creador él mismo, o crítico o aficionado. Por supuesto hay un asunto de gustos, siempre inevitable. Como sucede con los marchantes o los galeristas en las artes plásticas.
El autor y su editor, ese es el tema de la película y probablemente por eso la empresa española le ha cambiado el título, quizá por desconfianza hacia la capacidad mental del público. En esto de los cambios de título se acumulan cientos de casos que ilustran la complejidad de las dichas relaciones autor/editor. Los editores suelen tener mejor ojo para los títulos que los autores. Henry David Thoreau no tituló su famoso libro Sobre la desobediencia civil, eso fue idea del editor. Igual que el título del no menos famoso libro de Daniel Bell, El fin de las ideologías fue otro hallazgo del editor. En nuestra historia Maxwell Perkins insiste a Wolfe en que cambie el título de su primera novela. Wolfe había puesto O Lost, algo así como ¡Perdido! y, al final fue Look Homeward, Angel, que se conoce en castellano como El ángel que nos mira. En este caso, el editor borraba una pista. Los contemporáneos mayores de Wolfe, Scott-Fitzgerald y Hemingway, son dos de los más conocidos miembros de la generación perdida o lost generation. A su vez, se reconoce que Wolfe influyó en otros autores, en epecial, Jack Kerouac y Ray Bradbury, que le rendía culto siempre que podía. Su perdido tenía sentido entre la lost y la beat generations.
Pero los editores hacen más que cambiar títulos. Pueden cerrarse en banda a publicar originales excelsos que, sin embargo, acabaron mostrando su excelsitud a pesar de la cerrazón editorial, cerrazón movida, por lo demás, por muy diferentes razones, no solo de calidad literaria. Hay casos como el Ulises de Joyce o los Cien años de soledad, de García Márquez, que fueron rechazados como manuscritos. El de La conjura de los necios, de John Kennedy O'Toole es tan extremo que habla por todos los demás. También, por supuesto, hay casos contrarios: el editor apoya y lanza a un autor contra viento y marea porque cree en él.
Es el caso que se cuenta en la película. El editor lanza a la merecida fama a Thomas Wolfe, por quien nadie había dado un centavo hasta entonces, pero después de una tremebunda labor de editing que, para las dos novelas que editó, duró años. Especialmente, en el caso de la segunda, Del tiempo y el río, cuyo original (por cierto, también con otro título, October Fair) concebido al estilo de En busca del tiempo perdido tenía miles de páginas. Los dos originales sufrieron mutilaciones tremendas, sobre todo el segundo. Y los dos fueron éxitos de superventas.
La cuestión que se plantea aquí es la de la exacta responsabilidad del editor y el autor en el producto final de la obra. Como esta se presentaba era ilegible. Hacerla legible, darle la estructura de novela, fue tarea de Perkins. Tarea de años. Wolfe era un genio; Perkins, un artesano. La obra genial necesita de ambos.
Pero, ¿por qué sacrificaría tanto (no todo, como hizo Aline Bernstein) Perkins por Wolfe? La respuesta es: porque el joven y brillante autor vino a personificar el hijo que Perkins no tenía y siempre quiso tener. Y, así, en Wolfe, Perkins se hizo a sí mismo como escritor. Una trasposición de personalidad. Quién sabe. Pero sobre todo porque el genio de Wolfe era contagioso.