Marcos Ana no se llamaba Marcos Ana, sino Fernando Macarro Castillo. A mediados de los años 50, cuando llevaba diez o quince de prisión en condiciones terribles, creó este seudónimo con los nombres de su padre y su madre. Y el seudónimo se convirtió en su nombre. Un tributo a la memoria de sus padres, sin duda profundo.
Marcos Ana no era poeta. Al comenzar su cautiverio, había sido, entre otras cosas, comisario político comunista, pasó por los campos de prisioneros de los Almendros y Albatera (y quien sepa algo de la historia de la posguerra sabe la que allí pasaba), fue condenado y recondenado a dos penas de muerte, no simultáneas, sino consecutivas. Imagínese. Salvó la vida por ser menor de edad cuando los hechos. En su largo confinamiento (23 años, nada nuevo en España: el bueno de Campanella pasó 27 años en una cárcel de la Inquisición española en el XVI/XVII) se hizo poeta. Devino poeta. Se hizo poesía. Vivió la poesía. Además, también como arma de lucha. Eso es lo que lo distingue de su ilustre predecesor en el infortunio, el sabio Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio a quien un poder igualmente tiránico condenó a morir en el siglo VI, mil años antes. Esperando la muerte (que, en su caso, se consumó), Boecio escribió La consolación de la filosofía, un libro que sigue leyéndose hoy con gran provecho pues edifica el alma. Marcos Ana encontró la consolación, la fortaleza para afrontar su destino en la poesía: su autobiografía, Decidme cómo es un árbol. Memoria de la prisión y la vida así lo atestigua. La contraposición "prisión" y "vida" es elocuente: la prisión es la muerte (pregúntesele a Dostoievsky), pero desde la muerte se habla a la vida para cambiarla. En Marcos Ana no hay resignación, como en Boecio, sino lucha. Ni mejor ni peor que la resignación. Simplemente distinto.