Mi artículo de hoy en elMón.cat sobre esa actitud tan típica de los nacionalistas hispanos de pasarse la vida envidiando y odiando a los catalanes, pero diciendo que los quieren mucho cuando creen que así pueden pararlos en su lógico deseo de largarse de este insoportable lugar de toros, panderetas, legionarios, cursis, curas, procesiones, plumillas a sueldo, ladrones, meapilas, pedantes y académicos bocazas. No hace falta dar muchas más explicaciones, pues estamos todos al cabo de la calle. Me explico. España es, desde luego, el país de la Contrarreforma, de Trento; el país típicamente antieuropeísta, opuesto al liberalismo, a la tolerancia, a las luces, la enciclopedia y la ciencia. También es el país con una enclenque clase intelectual progresista cuya función histórica no consiste en poner coto a todo lo anterior y orientar la colectividad en un sentido distinto, sino en lamentarse como un coro de plañideras, como un puñado de Jeremías, pero limitarse a eso, a lamentarse y, en último término, a encontrar cierta satisfacción algo masoquista en cultivar la profunda creencia de que España no tiene remedio y que, en el fondo, en este desastre, en este fracaso histórico como todo, como sociedad, como Estado y como nación, está su gracia.
Aquí el texto en castellano:
Llevan la catalanofobia en la
sangre
El viernes estuve en la
Universidad de Sevilla en un acto sobre “Cataluña y España en el 30 aniversario
de la adhesión a la Unión Europea”. Dos días antes, en otro acto en la misma
Universidad organizado por Diplocat, en el que estaban Iñaki Anasagasti, Joan
Tardá y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, el expresidente de Extremadura se puso
bronco con los catalanes y le recordó a Tardá el destino de Companys.
En nuestro acto no hubo tanto
extremo, porque no éramos políticos sino académicos, pero la crispación y la
catalanofobia fueron patentes. Cómo sería la cosa que la universidad (el Centro
de Documentación Europea) subió el vídeo de la conferencia, ¡sin audio! Cuatro
horas de imágenes mudas, como si fuera un “biopic” de Charlot.
Por fortuna, hay otra grabación
que subiremos a la red con sonido el lunes. Ahí se podrán escuchar los
argumentos y contraargumentos y las gentes podrán saber quién dijo qué y
hacerse un juicio propio como mayores de edad que son, sin que venga nadie a
censurar.
Fue una estupenda exposición de
la batería de los argumentos españolistas más tradicionales, a saber: que le
derecho de autodeterminación está estrictamente reservado a las colonias; que
Cataluña no ha sido nunca independiente; que su desarrollo se ha debido a los
privilegios de que ha gozado en el conjunto del Estado; que la historia común
la obliga; que el Tribunal Constitucional no niega el derecho a decidir, pero exige
ejercerlo dentro de la legalidad; que la parte no puede hacer referéndum frente
al todo, sino que debe ser el todo el que haga referéndum sobre la parte; que
si quien quiere hacer un referéndum permitirá que otras partes lo hagan en su
interior; que Cataluña se quedará al margen de la UE, de la ONU y del mundo en
general; que a dónde va Cataluña separada de España.
La verdad es que, después del
famoso dictamen de la Corte Suprema del Canadá sobre los referéndums en Quebec
y después del referéndum de Escocia el año pasado, todos estos argumentos,
cargados de pedantería, doctrinas rebuscadas y dogmas muertos no valen ni el
papel en el que se escriben ni la cinta en que se graban y quizá por eso ya no
le ponen banda sonora.
Si los quebequeses y los
escoceses pueden autodeterminarse pacíficamente en el seno de sendos Estados de
derecho que, por supuesto, no reconocen el derecho de autodeterminación, sin
que se hunda el mundo, la pregunta inmediata es ¿por qué los catalanes no, si
España dice ser también un Estado de derecho?
Un solo argumento que respondiera
a esta pregunta nos ahorraría a todos horas de debates más bien tediosos. Uno
solo.
Pero no lo hay. No hay un solo
argumento que justifique por qué los catalanes no pueden hacer lo que sí pueden
hacer los quebequeses y los escoceses.
Lo único que hay es la catalanofobia
y la cerrada negativa de los nacionalistas españoles a reconocer a los
catalanes un derecho que, al menos cuando esos nacionalistas son de izquierdas,
reconocen a los tibetanos, los saharauis e
tutti quanti, pero no a los catalanes. ¿Por qué no? Por catalanofobia.
Al día siguiente, en una tertulia
en RAC1 en Cataluña se nos preguntó a Suso de Toro, Ramón Lobo y a mí si España/Castilla
podía reformarse, si era reformable. Mi respuesta, que tengo muy pensada, desde
hace muchos años, es que no, de ningún modo precisamente porque España surge
como Estado en la Edad Moderna en lucha contra la Reforma. La identidad de
España, coincidente por la fuerza de las armas con la de Castilla, es la de la
Contrarreforma. Castilla/España, abanderada del catolicismo, “luz” de Trento,
es enemiga radical de toda reforma: lo fue de la protestante, lo fue de la del
siglo de las luces, de la Revolución francesa, del positivismo burgués del
siglo XIX, del europeísmo del XX y de la libre determinación de los pueblos en
el XXI, sobre todo de los que ella domina.
Po odio, por catalanofobia.