Quedan unos días para ver la exposición que sobre el franquismo en España han venido albergando la casa de los Morlanes y el palacio de Montemuzo en Zaragoza, comisariada por Julián Casanova, catedrático de historia contemporánea de su universidad. La exposición es bastante pobre de contenido. Tiene algunas piezas de interés, como unos pupitres de escuela primaria del franquismo, algún mapa de la época, un par de uniformes de falangistas, un modelo de garrote vil sacado de algún almacén municipal, muchas fotos, algunas con apoyaturas materiales, como las maletas de los emigrantes a Alemania, varias revistas y no de las más significativas, documentos más o menos relevantes, cedidos por archivos que el historiador visita con frecuencia y un par de vídeos con selecciones mezcladas de trozos del NO-DO y algunas de las películas señeras de la época, como Raza, Surcos, Balarrasa y otras ya del desarrollo, con Marisol o Pepe Luis Vázquez. Como muestra no está mal, pero deja mucho que desear por sus carencias. Hay aspectos enteros del franquismo que no se ilustran y otros se tratan superficialmente, si bien es cierto que los 40 años de la dictadura están muy bien y rigurosamente tipificados en sus distintas épocas y rasgos: la represión, la escuela, la Iglesia, el turismo, la emigración, etc. Otra cosa es que también estén materialmente representados, asunto más difícil, que requiere otro tipo de profesionalidad, si bien no hay duda de que lo logrado es meritorio. Lo mejor son los largos textos que ilustran la exhibición y están sacados del libro que, editado por Casanova, se vende en la exposición con el mismo título de esta, Cuarenta años con Franco, y del que hablaremos en su momento, empezando ya por reseñar que la preposición "con" en el título no parece muy afortunada. Lo más insatisfactorio son las dos antologías filmadas porque los trozos escogidos, tanto del NO-DO como de films de ficción, no hacen justicia a su objetivo. No obstante, los organizadores han compensado esta carencia programando unos ciclos complementarios de cine con un buen puñado de films muy representativos pero que requieren, claro, más tiempo del que lleva una exposición.
En todo caso es de aplaudir que, a los 40 años de la muerte de un sangriento tirano, que marcó para siempre la historia de este desgraciado país, se ofrezca la posibilidad de contemplar una retrospectiva de lo que fueron aquellos cuatro inenarrables decenios que hoy han revivido frescos como las rosas del haz falangista en estos cuatro años de nacionalcatolicismo pepero, ultrarreaccionario y delictivo. Sobre todo porque da pie a una reflexión sobre el franquismo, una interpretación que vaya más allá de la documentación de sus aspectos más sórdidos, siniestros y genocidas, y que, traída hasta el día de hoy, quizá no sea del todo inútil y sirva para abrir una perspectiva nueva tanto en el juicio sobre la transición como sobre la época actual.
A los 40 años de la muerte del dictador sigue habiendo muchas discrepancias en el juicio global de su régimen y, por lo tanto, de sus consecuencias. La reciente controversia sobre el tratamiento de la figura de Franco en el Diccionario Biográfico Nacional de la Real Academia de la Historia es prueba de ello. La insistencia de los franquistas y asimilados en que el conocimiento en democracia huye de las "verdades oficiales", confundiendo a propósito la mera verdad con la "verdad oficial", es coherente con su empeño de que no se aliente la memoria colectiva y se olvide este episodio para, suelen decir, "no reabrir heridas". La guerra civil fue un deplorable cuanto inevitable episodio; la dictadura, una desgracia, pero un mal menor que, además, tuvo sus aspectos buenos y hasta salvíficos. Y, sobre todo, dejó un régimen democrático homologable a los de los países del entorno. Mejor no hurgar en el pasado. España se ha normalizado y en eso coinciden casi todos.
En definitiva, el franquismo fue un tiempo particularmente duro, tiránico, inhumano pero que, finalmente, se terminó, dejando paso a una España normal en la cual es posible articular visiones de la dictadura tan críticas, bien fundamentadas y convincentemente expuestas como las de Casanova y otros historiadores como Preston o Ángel Viñas.
La visión dominante, general, es la que ve el franquismo como un interregno de la historia política de este país. La pelea está luego en el carácter de ese interregno: dictadura militar, nacionalcatolicismo, autoritarismo, totalitarismo, movilización fascista. Cuarenta años dan para mucho. Pero, ¿y si no fuera un interregno, sino un cambio sustancial de la evolución histórica de España? Es decir, no como la isla que divide el río en dos brazos durante un tramo y que luego se reunifican en su caudal original, sino como un dique que lo obliga a desviarse en una dirección distinta.
El franquismo fue el resultado de un golpe de Estado, preparado en una conspiración previa de financieros, empresarios, gente acaudalada, monárquicos, militares y curas. La sublevación convirtió automáticamente en delincuentes a quienes la perpetraron y sus auxiliares desde el primer momento, por haber roto sus juramentos y atentado contra la legalidad repúblicana que, para ocultar sus designios delictivos, aseguraban querer defender. El hecho de ganar por la fuerza de las armas tras tres años de guerra no convirtió a los delincuentes en menos delincuentes. Siguieron siéndolo hasta el final, cuarenta años más tarde. Porque la legalidad republicana fue abolida a tiros, pero era y sigue siendo la única legítima en España. En esos cuatro decenios, los delincuentes erigieron un remedo de Estado, de ordenamiento jurídico, de orden institucional completamente falsos. Una escenificación orwelliana en la que todo, absolutamente todo, era lo contrario de lo que simulaba ser. El franquismo creó un país ficticio en el que la injusticia era la justicia; el robo, la integridad; la maldad, la bondad; el despotismo, la libertad; la crueldad, la caridad. Y todo eso en nombre de un dios que se había impuesto manu militari sobre sus sufridos creyentes y con ayuda de adoradores de otro dios.
Suelen señalarse algunas macabras ironías que apuntalan esta interpretación del franquismo. El cardenal Pla y Deniel bautizó de cruzada a una sublevación de militares felones que traían soldados musulmanes en sus filas. O bien el reiterado hecho de que tanta gente del bando vencido fuera ejecutada bajo la acusación de rebelión militar en procesos-farsa seguidos ante tribunales militares compuestos por rebeldes. Pero estos son casos concretos de un comportamiento generalizado en la sociedad y que acabó impregnando la mentalidad de los españoles durante aquellos cuarenta años. Téngase en cuenta: se trataba de un país en el que media población había sido derrotada por la fuerza de las armas por otra media y quedaba a su merced incondicional y esa otra media victoriosa no tuvo ninguna. Los mismos que habían torturado, fusilado, asesinado a decenas de miles de personas indefensas, que habían violado a mansalva, ultrajado y expoliado, eran los que predicaban en todos los púlpitos civiles, políticos, religiosos, económicos que tenían en monopolio la melopea unánime del humanismo cristiano y el valor absoluto de la persona. Los mismos que se valieron de marroquíes, alemanes, italianos para ganar la guerra, que mandaron luego la División Azul bajo uniforme alemán a batallar en Rusia, que entregaron la soberanía territorial a los Estados Unidos mediante la autorización de las bases, eran los que hablaban de la patria, la nación, etc. Los mismos que habían roto las familias y secuestrado a miles de niños, hablaban del carácter sacrosanto de la familia y siguen haciéndolo hoy día, mientras dejan impunes los habituales casos de pederastia del clero.
Y así todo. El franquismo no era un Estado en el sentido moderno del término sino un remedo, una ficción. Como ficción era todo, desde las instituciones hasta el conjunto del ordenamiento jurídico que dependía de la voluntad omnímoda del caudillo, en quien se residenciaba la potestad legislativa. Un país sometido al capricho de un hombre que, a su vez, delegaba las funciones de organizar la vida (en el sentido de la biopolítica de Foucault) en la Iglesia católica. La última ratio, por supuesto, militar.
Así, gobernada por el cuartel y gestionada por los curas, la sociedad española como trama civil de relaciones entre privados en un marco jurídico laico y seguro, si existió alguna vez, se desmoronó. Un régimen empeñado en imponer creencias y ordenar la vida privada de los ciudadanos acabó consiguiendo lo previsible: la lealtad de los sectores beneficiados y la oposición de los perjudicados pero, en ambos casos, el absoluto descreímiento sobre la moral de las relaciones sociales de todo tipo. Todo era falso y mentira y lo sabía todo el mundo. Detrás de cada decisión del poder político había un chanchullo y la cuestión era cómo beneficiarse de él. Detrás de cada ley, una trampa. Los padres de la patria eran una sarta de vendidos; los empresarios, unos ladrones y los curas no les iban a la zaga. Todos parasitando a un pueblo sometido y humillado por la fuerza. Nadie creía nada. Los valores eran todos de pacotilla, salvo que cotizaran en bolsa. Así se generó una cultura de desconfianza, apatía, deslealtad, de incredulidad, de falta de fe en el sentido de la acción colectiva que aqueja a los españoles y muchos confunden con la "desafección a la democracia". No es a la demcracia. Es a la política. Y es un producto típico del franquismo que llega al día de hoy.
Acaecido lo que en el esperpéntico régimen franquista se llamó el inevitable hecho biológico, el franquismo institucional, con su vasto apoyo social, ofreció cooptar a la élite de la oposición en el puente de mando, al menos en apariencia. Por convicción general, la perpetuación de la dictadura en sus dimensiones militares era imposible, sobre todo porque el difunto ya había proclamado "sucesor a título de Rey" a Juan Carlos y porque, además, las potencias tutelares de España presionaban para conseguir una solución más civilizada. Para ello, lo más recomendable era integrar en la administración del sistema a la izquierda que ardía en deseos de serlo. Y de ahí vino ese consenso tan aplaudido ayer como denostado hoy, cristalizado en la Constitución de 1978, también despectivamente conocido como régimen del 78. Sobre la transición, ancha es Castilla, pero sí parece evidente que, a los cuarenta años de la muerte del dictador, no se ha producido una liquidación del franquismo: los muertos siguen en las cunetas, las calles y plazas rebosan de recuerdos, los nombres, los títulos. La siniestra cruz del Valle de los Caídos aún proyecta su sombra sobre el país, al modo del famoso cartel de la guerra que la consagraba como cruzada y el arco de entrada a Madrid por La Moncloa se llama Arco de la Victoria.
El retorno de los herederos ideológicos y biológicos del franquismo al gobierno desde 2011 supone la liquidación definitiva de la transición y de su famoso cuanto impreciso consenso. España vuelve a estar gobernada en forma de ficción o remedo. El gobierno tiene el mismo olímpico desprecio por la verdad que los de Franco y se encuentra con la misma indiferencia e incredulidad de los auditorios. Carece de crédito y la gente profesa el mismo desprecio por estos ministros como el que tenía por los mangantes franquistas del bigotito. Su política nacionalcatólica se ha expandido de nuevo a todos los ámbitos sociales, sigularmente la educación. Es tan autoritario y represivo como su inspirador ideológico y, si no prohíbe los partidos políticos, como Franco, no es porque no quiera sino porque no puede, como no puede prohibir la prensa libre, ni el proceso soberanista catalán. Si pudiera, cerraría todos los medios críticos y bombardearía Barcelona. Es el espíritu que alienta en la próxima Ley Mordaza, una norma para prohibir y reprimir críticas y protestas. Es el estilo de la casa. Igual que la absoluta confusión entre lo público y lo privado, que ha producido el mayor episodio de corrupción de la historia de España desde Franco, solo comparable por su generalización e institucionalización a la que había con él. Un sistema político cleptocrático que vuelve a estar gobernado por ladrones y en el que el partido del gobierno (no en balde fundado por un ministro de Franco, cosa que la exposición subraya) lleva veinte años funcionando al margen de la ley, configurando lo que algún juez reputa presunta asociación para delinquir. Y los que delinquen son delincuentes. Como los de antaño.
La cuestión que siempre se ha planteado era la de cómo entender que la corrupción no pareciera pasar factura en las urnas. Por eso, ¿qué tal ofrecer una respuesta que apunte a las consecuencias del franquismo, a la herencia del franquismo, al franquismo que impregna la sociedad española? Durante los cuarenta años de la dictadura esta se dividió en dos grandes sectores (huella de las dos Españas de siempre), el de los beneficiados, hoy los votantes del PP, y el de los resignados que hoy parecen agitarse en poco votando opciones indignadas.
Aceptarlo es molesto porque viene a indicar que España no se ha normalizado. Y, efectivamente, no lo ha hecho. Y con la izquierda dinástica envuelta en la bandera rojigualda todavía lo hará menos.