La Fundación Canal acaba de abrir una exposición de la obra de Giacometti en colaboración con la Fundación que lleva el nombre del artista. Es como la continuación del éxito general de la línea de El hombre que camina ("L'homme qui marche"), universalmente famosa, con piezas por todo el mundo, algunas de las cuales han alcanzado precios de vértigo en las subastas de arte. Con razón, en mi experiencia, siempre que se acepte poner valor dinerario al arte. La primera vez que ve uno alguna de esas estatuas tan escuetas, finas y mínimas que parecen de perfil hasta cuando están de frente y supera el sobresalto que producen, queda uno cautivado por ellas para siempre. Al menos así me pasa a mí. En esas figuras enhiestas, alígeras de tamaños variables, desde las diminutas hasta las de proporciones humanas y algo más que humanas, que parecen desplazarse deslizándose, se concentra la esencia de la escultura desde los colosos egipcios hasta los bronces de Rodin. Y es como si ese largo discurrir representara hoy la culminación del proceso de hominización, el "caminar erguido del ser humano". Allí en donde, en su mínima expresión, la escultura, el arte, se hace filosofía.
En algún lugar, Giacometti dejó escrito que "Soy de la opinión de que, se trate de escultura o de pintura, en realidad lo único que cuenta es el dibujo. Hay que agarrarse única y exclusivamente al dibujo. Si se domina un poco el dibujo, todo lo demás será posible." Y lo es. El artista lo demuestra. Esta exposición podría llamarse El dibujo de la mirada. O cómo se reproduce la mirada que es la esencia del ser humano. Lo que se muestra es un recorrido por la última parte de la obra de Giacometti, de los años 50 y 60, cuando esta convicción suya fue acentuándose y estilizándose hasta resumirse casi en una insinuación. Una insinuación en bronce.
La preocupación con la mirada tomó forma a partir del interés de Giacometti por representar la cabeza, en la que aquella está alojada. Ese interés por las cabezas lo llevó a romper a comienzos de los años 30 con el surrealismo y con Breton, quien desdeñaba el empeño del artista por entender que era una vulgaridad, ya que, a su juicio, "todo el mundo sabe lo que es una cabeza". Como el artista no lo sabía y pretendía averiguarlo, recuperó su libertad e inició su andadura. Paralelamente a su producción de las estatuas de cuerpo entero, fue haciendo indagaciones, reduciendo progresivamente su objeto. No haciendo las cabezas más pequeñas, sino despojándolas de lo que consideraba accesorio. Así, en 1958, realizó una impresionante cabeza sin cráneo que podemos admirar aquí. Luego continuaría en su empeño, llegando a prescindir de todo lo demás y dibujando solamente un ojo, el soporte de la mirada.
Entre tanto produjo una gran cantidad de retratos, imaginarios o a partir de modelos vivos, todos como si fueran bocetos de esculturas, en los que lo esencial, lo dominante, es la mirada, son los ojos, a veces desmesurados, siempre abiertos, a partir de círculos concéntricos que nos miran con una intensidad indescifrable. Es, de nuevo, una evolución. En un autorretrato de los años 40, igual que en los de Henri Matisse, Jean Paul Sartre, los ojos, la mirada, son importantes, pero no el eje de la composición. En los dos de la mujer de Sartre, Simone de Beauvoir, (por cierto, el primero, magnífico, representa a la escritora con la apariencia de una emperatriz bizantina), la mirada apenas cuenta. Esto apunta a otro elemento en la obra del escultor, referido al lugar de la mujer. Él mismo decía: A una mujer siempre la hago inmóvil, a un hombre siempre lo hago caminando. Podría parecer que es una infravaloración. Sería cuestión de indagar más y ser más justos con su visión de lo femenino y no es este el lugar. Ayuda poco y escandaliza a muchos que Giacometti fuera con frecuencia a los prostíbulos, tuviera amantes ocasionales y hasta una fija hacia el final siempre con conocimiento de su mujer.
De vuelta a la mirada es imposible no quedarse pasmado ante un autorretrato en un espejo en la temprana fecha de 1935. Aparece él con su mujer, Annete, que lo abraza por detrás cariñosamente. Pero él ha tenido buen cuidado de borrar su propio rostro que había dibujado previamente, como si no quisiera verse, no quisiera ver su mirada. Una imagen sin imagen. Es tentador fabular que a partir de aquí comenzó la fascinación de Giacometti con la mirada ajena. Obviamente, no quiso dejar rastro de la suya.
La exposición, abundante, con unas 100 piezas, lleva su tiempo. Conviene ir provisto de él, no pase como con Palinuro, que la visitó un día y tuvo que volver otros dos después porque la impresión que produce en un primer momento es muy fuerte y desconcierta. Está dividida en siete temas, muy bien organizados: el hombre que mira, cabeza, mirada, figuras de medio cuerpo, mujer, pareja y figuras en la lejanía. Y, cuando el visitante, a fuerza de ver miradas, ya no sepa a dónde mirar, puede ir los otros bronces, las figuras de medio cuerpo, las mujeres y las representaciones de la pareja en donde encontrará de todo para su solaz y todo tipo de reminiscencias y referencias, algunas explícitas, como una copia de Venus y Adonis, de Tiziano o las influencias totémicas africanas en el temprano bronce de La Pareja, que ilustra la publicidad de la exposición y, a juicio de Palinuro, desorienta por cuanto, tratándose de una obra de 1927, del periodo presurrealista, despista respecto al carácter de la obra del artista.
Al final del recorrido, en la zona abovedada tan curiosa del canal, se concentra la parte de mayor impacto de la obra a nuestro entender, tanto en dibujos y bocetos como en bronces. Son estos cinco piezas dispuestas en hilera, en vitrinas, mostrando cinco estatuas, cinco desnudos de mujer que van reduciéndose de tamaño, como si el comisario hubiera querido escenificar una de las preocupaciones esenciales de Giacometti, esto es, la representación de la figura humana en la distancia. Pero, aparte de perder en dimensión y volumen, las figuras van perdiendo atributos. La cuarta es una especie de esencia de Venus, pues no tiene brazos y la quinta es solo una figura humana por insinuación pues prácticamente nada delata su condición; de no ser por la que el visitante le atribuye a través de su mirada, que viene de ejercitarse en la exposición. Si un día se hiciera la prueba de comenzar el recorrido en sentido inverso, de forma que la primera figura que aquel viera fuera la última, muy pocos dirían que se trata de una representación de un ser humano.
Tenía razón Giacometti. La mirada enseña a ver.