En momentos como estos, en que se da una fractura profunda en España con formas disonantes de entender la convivencia en el viejo solar hispano, conviene hacer acopio de opiniones y pareceres. Cuando se enfrentan concepciones distintas y opuestas del Estado y de la nación, suele recabarse el consejo de colectividades que, por su dedicación profesional, parecen adecuadas para pronunciarse en asuntos complejos que superan al común de los mortales. Una costumbre tan arraigada que, a veces, algunas de ellas, lo hacían por iniciativa propia. Los militares han solido pronunciarse sobre los más diversos problemas en la historia de España. Y los curas se han inmiscuido tradicionalmente en lo que les competía y lo que no. Y, por supuesto, los intelectuales que en toda Europa han venido ejerciendo de gurús de la conciencia colectiva desde los inicios de la dominación burguesa. El famoso Yo acuso de Zola no hizo más que unir el nombre preexistente a una nueva forma de pronunciamiento a través de los medios de comunicación. Es lo que en el siglo XX se llamó el compromiso de los intelectuales, una especie de fielato moral por el que estos publicaban en medios de gran tirada e, incluso, convertían sus creaciones en cauces de difusión de sus opiniones acerca de las cuestiones sociales, políticas, nacionales, internacionales, de su época. Eran influyentes. ¿Como es posible que los intelectuales parezcan ausentes en la recrudescencia de un conflicto nacional en España que esta lleva siglos arrastrando?
La cuestión de la diversidad nacional española viene siendo objeto de preocupación principal, casi obsesiva, de los intelectuales, historiadores, ensayistas, escritores españoles desde finales del XIX. El regeneracionismo, los del 98, los del 14, algo menos los del 27, los intelectuales franquistas, los de la España del exilio y el llanto y los de la transición, se han ocupado tan intensamente de este asunto que aspira a la condición de género ensayístico: el ser de España. Por eso llama la atención que, cuando este conflicto nacional se agudiza, sobre él haya caído un manto de silencio. Y ello a pesar de la afición de los intelectuales españoles a recurrir al manifiesto como forma de influir en la opinión pública, según documenta Santos Juliá en su último libro, Nosotros, los abajo firmantes / Una historia de España a través de manifiestos y protestas (1896-2013) Galaxia Gutenberg, 2014. Sin duda ha habido algunas reflexiones de intelectuales aislados y muchas veces a consecuencia de alguna trifulca por acusaciones personales de nacionalismo de aquí o allí, o antinacionalismo; son excepciones. En cuanto a los manifiestos, solo conozco dos, de reducidos peso y difusión, uno abiertamente anticatalanista y el otro no tanto, más suavizado, pero tampoco simpatizante ni de lejos con la causa del nacionalismo catalán.
Es raro tan espeso silencio. Entre otras cosas, los asuntos hoy en el centro del conflicto, la soberanía, la democracia, la legalidad, el Estado, la nación, el patriotismo, etc, son justamente los que apasionan a los intelectuales. ¿Cómo no hay encuentros, debates, confrontaciones para dirimir cuestiones de tanto calado? Los intelectuales catalanistas sí parecen muy activos y, a la contra, los intelectuales catalanes no catalanistas. Pero los españoles mantienen un sorprendente silencio.
Hay un dato que no puede pasarse por alto: los dos partidos dinásticos, columnas del templo de la transición, están unidos sin fisuras, en expresión de Pedro Sánchez, en su concepción de la nación española única e indisoluble y la soberanía indivisible del pueblo que la sustenta. Esta unidad política crea un campo de acción social que afecta al conjunto de las administraciones y sus actividades, los medios de comunicación, las iniciativas empresariales, el quehacer de la llamada sociedad civil. En esas tupidas redes de oportunidades vitales los intelectuales pueden ser más o menos próximos a uno de los dos partidos dinásticos, pero han de compartir la visión de la unicidad de la nación española. Sin fisuras. Así que la falta de apoyo a las reivindicaciones catalanas ha de achacarse en un primer momento a una integración de los intelectuales, incluidos los comprometidos, si este término aún significa algo, en un sistema cultural basado en principios incuestionables. Quizá eso no sea muy propio de los intelectuales o de la imagen idealizada de estos, pero es lo que se da.
En la muy comentada entrevista de Ana Pastor a Artur Mas hay un momento en la conversación previa con Julia Otero en que Pastor advierte a su interlocutora más o menos que manifestar en público su intención de voto puede traerle problemas, supongo que profesionales. Lo que eso quiere decir es evidente. Por otro lado, la profesión de periodistas consagradas de ambas las incluye en una concepción lata de intelectuales y, en todo caso, de comunicadoras, una condición más reciente y amplia.
En el agudizado conflicto entre España y Cataluña, al enmudecer, al desertar de su tradicional implicación comprometida, los intelectuales españoles dan por buena la versión que los políticos fabulan en defensa de sus posiciones en asuntos como la nación, el derecho de autodeterminación, la desobediencia civil y que, según puede verse en la acción cotidiana del gobierno, consiste en imponer la visión más retardataria del nacionalcatolicismo. La adhesión incondicional de los socialistas a la Covadonga conservadora no abre siquiera la perspectiva de un replanteamiento de la nación española y no hablemos ya de un reconocimiento de la condición plurinacional de España que algunos intelectuales reconocen en privado pero no osan defender en público.
Termino con una consideración que tiene algo de personal. Durante la lucha contra el franquismo, la cultura catalana tuvo una influencia enorme. No hago de menos la aportaciones vascas o gallegas pero, por razones conocidas, la cultura catalana, en todas sus manifestaciones, impactó mucho y fue decisiva para la elaboración de una cultura española antifranquista. No es solamente la ingeniosa obviedad de Vázquez Montalbán de que "contra Franco vivíamos mejor"; es algo más profundo. El franquismo trató de asimilar todas las manifestaciones culturales y hacer una amalgama, enseñoreada por los rasgos de una cultura andaluza que, fiel a su condición señoritil, la oligarquía había convertido en emblema de España nación. No lo consiguió en Galicia y en el País Vasco; pero en donde fracasó más rotundamente fue en Cataluña, en donde se desarrolló una poderosa cultura de resistencia alimentada por artistas, escritores, músicos, poetas, pintores, arquitectos, científicos, etc., que fueron decisivos en la formación de los intelectuales españoles, al menos los de mi generación.
Esa es la cultura de resistencia que ha resurgido ahora en Cataluña. ¿Por qué no atenderla, entenderla, dialogar con ella, incluso colaborar con ella? ¿Porque creemos ser el objeto contra el que se dirige esa resistencia? Es un error. Esa resistencia se dirige contra los mismos poderes que oprimen a los españoles.