La derrota electoral de 2011 provocó una sacudida en la conciencia del PSOE. Se cerraban de modo humillante dos legislaturas muy distintas. La primera, la del no nos falles, la exhiben los socialistas con orgullo como ejemplo. La segunda, la del PSOE PP la misma mierda es, terminó con lo que bien podría llamarse un voto de castigo que los dejó sin saber a dónde mirar, como un boxeador noqueado. Tal fue la confusión que convocaron una conferencia política. Es una respuesta típica. Cuando en una organización no se sabe qué hacer, se nombra una comisión. Llamarla Conferencia Política, convocar expertos, intelectuales, gente interesada, indagar por las tendencias de la sociedad, pretender una renovación programática, casi un cambio de piel o de rumbo formaba más parte de escenografía. Pasó el evento y el resultado fue múrido, aunque sus partidarios sostienen que se verá cuando esté redactado el programa electoral.
Entre tanto, la socialdemocracia carece de discurso propio. Va a remolque de los acontecimientos y aparece casi obsesionada por sus fortunas electorales, más bien sombrías. Tampoco es una situación extraña. Sucede con la socialdemocracia europea en general. El hecho de que los socialdemócratas alemanes vayan a gobernar en alianza con la derecha que en Francia está en la oposición, pone de manifiesto las confusiones, las incertidumbres, la anfibología de una socialdemocracia confusa, carente de una teoría.
Curiosamente esa falta de teoría nace de su propio triunfo. El socialismo democrático semeja una sociedad que hubiera alcanzado su objetivo social. Solo le queda disolverse ... o buscarse otro objetivo. La realización es indudable. El socialismo democrático reivindicaba la democracia frente al comunismo y otras formas de socialismos autoritarios. Hoy ningún socialista, por radical que sea, cuestiona la democracia, al menos explícitamente. A su vez, frente a la derecha, el socialismo democrático erigió el Estado del bienestar, la economía social de mercado que todos dicen respetar, incluso quienes están empeñados en acabar con ellos. Basta con escuchar a Rajoy sosteniendo, con su habitual crédito, que el Estado del bienestar es un "objetivo irrenunciable".
La fórmula se realizó: democracia más capitalismo regulado según el Estado del bienestar. Lo que la muy profesoral Constitución española llama "Estado social y democrático de derecho". Triunfó, venía triunfando en Europa desde los años cincuenta, y a la vista está hoy que presidió sobre la más larga etapa de estabilidad política, crecimiento y desarrollo económicos, pleno empleo, falta de crisis y mejora sustancial de las condiciones generales de vida.
El triunfo del neoliberalismo y la consiguiente crisis económica han hecho saltar por los aires aquel modelo y no parece que haya uno alternativo distinto de la propuesta de retornar al perdido, como si las condiciones socioeconómicas pudieran repetirse en la historia. Pues, lo dicho, cuando el colectivo no sepa qué hacer, nombre una comisión.
Es un momento excelente para que los socialdemócratas europeos convoquen una especie de convención europea de la izquierda, sin exclusiones (ya habrá bastantes que se autoexcluyan) que trate de ofrecer una explicación del actual estadio de desarrollo del capitalismo. La globalización es un hecho y el nombre que damos a una situación internacional de guerra económica de todos contra todos bajo la hegemonía militar occidental crecientemente cuestionada por la potencia china y un abanico de guerras locales que se usan como mecanismos de control regionales. En esas circunstancias, ¿existe un programa de mínimos de la izquierda para Europa? Debería ser, además, uno susceptible de acordarse con la derecha conservadora, tradicionalista, nacionalista, pero no neoliberal, que la hay en el continente y hasta en España. Es el fanatismo neoliberal el causante de las crisis y cualquier táctica aconseja desactivarlo aislándolo, por el peligro que, como todo extremismo, entraña.
Además de aplicarse el tratamiento europeo, la socialdemocracia española podía proponer la convocatoria de otra convención extraordinaria en España para deliberar sobre la organización territorial del Estado y su fórmula política. La Convención debería tener carácter materialmente constituyente. Podría debatir en paralelo al funcionamiento normal de las instituciones de la monarquía parlamentaria. Pero sin exclusiones ni cuestiones indiscutibles. Las conclusiones solo podrían ser dos: a) un acuerdo sobre alguna forma de Estado que obligara a reformar la Constitución y b) una falta de acuerdo sobre la forma de Estado, con remisión a un referéndum en España sobre el reconocimiento del derecho de autodeterminación. También podría no haber conclusión alguna. Nada nuevo, pues esa es la situación en que nos encontramos.
En cuanto a las conclusiones positivas, la reforma constitucional es asunto tasado pues la propia Constitución establece procedimientos para proceder incluso con una reforma total. En cuanto al referéndum a escala española se plantea una cuestión añadida: qué hacer si, como es previsible, los resultados en Cataluña y el resto de España están invertidos. Allí, mayoría cualificada a favor de la autodeterminación; aquí, al revés, mayoría cualificada en contra. Los catalanes se habrán autodeterminado de hecho y, por eso mismo, acumulado una razón más para hacerlo de derecho.
Es inexcusable el pronunciamiento de la izquierda española. Pero ¿se encuentra a la altura de las circunstancias? ¿Es capaz de hacer una propuesta propia con la amplitud de miras y la viabilidad necesarias? La crisis española es crisis de Estado y debe tratarse a nivel de Estado. De nada sirve seguir a la derecha viéndolo como un asunto de legalidad y no de legitimidad. Está cuestionado el modelo de la transición y es absurdo ocultarlo.
Por cierto, esa hipotética convención podía adoptar como primera medida, invitar, al menos como observador, a Portugal. Si la izquierda propugna la unión política del continente, bien puede predicar con el ejemplo.