Ayer murió de repente y sin pensarlo mi amigo Manuel Martínez Chicharro. Padecía hace algún tiempo una grave dolencia. Pero no fue esa la que se lo llevó sino otra, al parecer agazapada detrás de la primera. Son las quisicosas con que nos entretenemos los vivos cuando, enfrentados a la última crudeza de la existencia, no sabemos qué decir: que si era una buena persona; que si no se lo esperaba; que, mira, es mejor así: rápido; que tenía este o aquel otro proyecto; que... Todo por no callarnos, pues hasta en esto tenemos los humanos anclajes de gallitos, como si la vida y la muerte no fueran todo uno y lo mismo, como si sobrevivir fuera algo distinto de un mero aplazamiento, como si quienes se van no se llevaran con ellos trozos enteros de nuestra vida. Y, entre los humanos, los escribas quizá seamos los más humanos de todos pues muchos escribimos porque no sabemos o no podemos hablar que es lo difícil. Escribir lo hace cualquiera; pero hablar es otra cosa. Por eso existe la expresión pico de oro, pero no pluma o cálamo de oro. Y por eso también sé que la repentina viuda de Manolo, Teresa, me perdonará si no hablo con ella en tanto no pueda dominar algo más mis emociones.
Hará dos o tres años que Manolo me pidió que presentara su libro Crónicas rachelas, una especie de cronicón y jardín de flores varias de Covarrubias, la burgalesa tierra en que nació y en donde se crió. La presentación se hizo en la hoy extinta librería El bandido doblemente armado que, como el título proclamaba, estaba regida por algún fiel seguidor de Soledad Puértolas; en concreto, su hijo. Lo pasé en grande aquel día, con Manolo y con su libro porque este era tanto una continuación del autor como el autor pudiera ser un personaje del libro. Siempre había visto -¡cómo engaña la fisonomía!- a Manolo como un trasunto de caballero manchego. Alto, delgado, huesudo, de firme mirada, piel fina, gesto sosegado, algo desgalichado. Era, sin embargo, una imagen incompleta. Tras leer el libro, comprendí que en el autor convivían dos españoles igualmente bravos, tiernos, ilusos y enteros: don Quijote y el Cid. Hasta leer las Crónicas rachelas, en en donde, por cierto, no se habla de Rodrigo Díaz, no intuí el elemento cidiano de Manolo. Me puse tan contento que recuerdo haber enhebrado una presentación risueña, alegre, bromista, con sentido del humor que Manolo entendió con aquel distanciamiento intelectual tan suyo. Pero ese era él. No había de faltar en el público el preclaro calabacín presto a torcer el gesto al no comprender el sentido de lo que oía. Y aún hoy me encuentro alguna cacatúa repitiéndome su enojo al cabo de los años. Prueba indudable de que acerté, como bien sabía el autor quien todavía estará riéndose allí a donde vayan los marxistas recalcitrantes, cultos, tolerantes y escépticos.
Me prometí hacer algún día la reseña de las Crónicas rachelas, pero el tráfago de la vida lo fue impidiendo. Luego, Manolo sacó su Homenaje a Barcelona, que reducía el ámbito territorial del homenaje orwelliano, pero nos lo hacía más cercano. Arrancaba en su año 1961/1962 (año mítico para una generación en la que me reconozco), poco atendido en la historiografía y dejaba un testimonio de lugares, personas, ideas y afanes que es como un grano más de arena en esa playa de luz eternamente bañada por la mar infinita hecha del llanto de la humanidad.
No era cosa de reseñar aquel libro con tres años de retraso. Mira por donde, vengo a hacerlo ahora en una reseña póstuma. Pero seguimos hablando aquí y allá de lo que siempre nos había preocupado.
Ya no.