diumenge, 22 de setembre del 2013

La serpiente del nacionalismo.


El simbolismo de la serpiente es uno de los más antiguos, si no el más antiguo en la historia de la humanidad. En todas las cosmologías, mitologías y religiones hay alguna serpiente. A la babilonia Tiamat corresponde la que está enroscada en el árbol de la ciencia del bien y el mal en el Génesis, o Quetzalcóatl, la serpiente emplumada o la Shesha de los hindúes o la Naga de los budistas o el Urobouros egipcio y griego. Cada una con sus características, las serpientes o los dragones son deidades primordiales, ctónicas, representaciones del ciclo vital, la muerte y la resurrección, simbolizado en el cambio de piel. Un conjunto de factores que se predican de la nación: es originaria, nace (por eso es nación) y se perpetúa a través de la vida y la muerte de sus miembros, a los que trasciende, trae la fuerza de la tierra; es la madre tierra. El primer ejemplo, creo, y más conocido de esta asociación entre la serpiente y la nación es el emblema de la llamada bandera de Gadsden que pudo haber sido la de los Estados Unidos. Actualmente viene siendo la del Tea Party, que es bastante nacionalista. Y con una serpiente muy americana, la de cascabel.

Al igual que la nación, la serpiente es un símbolo ambivalente. Empozoña con su veneno y con su veneno cura. Por eso la lleva Esculapio enrollada en su vara, símbolo de la medicina y aparece también en el de la farmacia, haciendo realidad el dicho atribuido a Paracelso de que el veneno es una cuestión de cantidad. Lo mismo sucede con el nacionalismo. La identidad nacional es un factor considerado positivo. La nacional es una de las posibles identidades colectivas (hay otras: mujer, homosexual, negro, joven, etc) y la más relevante porque aparece asociada al poder por medio del Estado. De ahí que la cuestión nacional venga siendo siempre estatal. Una identidad intermedia entre la individual y la de la especie, algo que ha tenido una extraordinaria fortuna ya que, de todas las instituciones humanas, el Estado es la más universal.

El nacionalismo militante quiere un Estado. Por eso el TC suprimió toda referencia a Cataluña como nación en el Estatuto con alguna eficacia jurídica. Los magistrados no quieren en España más Estado que el español. Al exigir su derecho al Estado propio, el nacionalismo da un sentido y una finalidad a las vidas de quienes lo profesan: la lucha por un fin superior, un interés colectivo que trasciende los límites de la vida particular, una causa. En esa misma ganancia, como en el veneno de la serpiente, está su peligro. La entrega a una causa superior puede llevar al individuo a deponer el juicio ético, siempre personal, entre el bien y el mal; llevarlo, con mucha facilidad, a profesar la perversa doctrina de que el fin justifica los medios. Ese enunciado nuclear de todo nacionalismo o patriotismo exacerbado de "Mi Patria, con razón o sin ella", que es verdadero veneno.

La nación se ve a sí misma como permanente en el tiempo, una sucesión, dice Burke, que enlaza a los muertos, los vivos y los que nacerán, una cadena. O sea, una serpiente, animal en que encarnan los muertos cuando nos visitan en el culto a los antepasados. Una cadena humana. Poderoso simbolismo el de la pasada Diada catalana. La cadena fue la manifestación de la serpiente primigenia rejuvenecida.

La serpiente es también símbolo de la defensa, el que guarda la entrada del hogar y protege a sus moradores, destruyendo todo lo que los amenaza. Es animal de ataque y combate, más ya dragón que guarda el castillo de la princesa encantada que mera sierpe. Es el espíritu de un nacionalismo contra otro, incluso cuando nace en su seno, como es el caso del nacionalismo español frente al catalán. La identidad nacional española quiere componerse también de la catalana y absorberla, pero da la impresión de haberlo hecho al modo en que la boa de El principito se había tragado un elefante que está entero en su interior.
 
El nacionalismo español  no lucha por conseguir un Estado sino por preservar, defender el que tiene. Lo que equivale a decir que combate por su supervivencia.  Pero lo hace con menguado ánimo, como un viejo dragón que ya no escupe fuego sino cenizas. Menguado y muy menguado es el ánimo de un nacionalismo que empieza por negarse como tal. Apenas hay nacionalistas españoles que reconozcan serlo y no digan que no son nacionalistas. Nacionalistas que afirman no ser nacionalistas. Cuando empezamos por negar lo que somos no vamos muy lejos.

(La imagen es una foto de Wikimedia Commons, bajo licencia GNU documentación libre).