dissabte, 24 d’agost del 2013

El diván de Palinuro.


Antes del comienzo de la guerra con los aqueos, provocada por aquella pérfida hermosa, en los ratos libres que mi profesión de navegante me permitía, hice un curso a distancia sobre psicoanálisis en una academia del Jardín de las Hespérides. Así llegué a ser un competente amateur pues siempre creí que el buen y avezado marino no solo debe conocer la mar y los cielos que lo guían, sino también la tierra y en especial al producto más típico de esta, los hombres. Pues raramente se navega solo; siempre se hace con hombres y los hombres, en la mar, tienden a enloquecer. 

Resultó una feliz idea. Cuando nuestra nao, escapando de la desgraciada Ilión, fondeó en Cartago, la reina, Dido, se enamoró de Eneas y Eneas de ella. Así se pasaron una temporada tonteando y nuestro viaje, interrumpido. No me venía mal, pues ya sabía yo que moriría al llegar a destino, pero la verdad es que me aburría entre aquellos fenicios descolgados. Así que, aprovechando un línea de cabotaje que cubría el trayecto Cartago-Cartago Nova, me presenté en Hispania y abrí consulta anunciándome en twitter de entonces, que eran las palomas de Venus, la madre de mi capitán. No van los hispanos a enseñarnos nada a los troyanos en materia de enchufes.

El caso es que tuve una clientela muy representativa. Las máximas autoridades de aquella región salvaje pasaron por mi diván a decir la verdad, la que llevan oculta y se ocultan incluso a sí mismos. Porque esa es la maña del buen psicoanalista: sacar la verdad, no bajo amenaza de sanción penal, como hacen los jueces (sin conseguirlo casi nunca) sino actuando como un hipnotizador y un vomitivo a la vez, para obligar al paciente a desembuchar lo que más interés tiene en negar. Bueno, ahí van algunos de los casos que traté. Utilizo nombres imaginarios para velar la verdadera identidad del paciente, como manda la deontología.

El caso del portavoz angustiado. El paciente A. Alsonso acabó reconociendo que formaba parte de una asociación en la cual se habían realizado prácticas ilegales durante años mediante las cuales se habían enriquecido algunos miembros de la organización. No quiso precisar cuántos y yo no presioné por temor a provocarle un estado mayor de ansiedad. Decía estar "abochornado". Le recordé alguna sesión de su parlamento en la que galleaba contra la oposición y acusaba a esta de ser la portavoz del fementido traidor que había sembrado la corrupción entre los suyos. Empezó negándolo pero, luego, entre sollozos, reconoció que así había sido. Un típico ataque de proyección que lo trajo a mi diván en una calurosa tarde de agosto en esta tierra semibárbara. Se fue convencido de la necesidad de no decir más disparates.

El caso del presidente ausente pero presente. Un día vino a verme un emisario de la casa de Rajoydes (el tetrarca de la marca hispánica, siendo las otras tres partes, bajo distinta soberanía, la marca cataláunica, la Vasconia irredenta y la Vandalia meridional) a comunicarme que el caudillo proyectaba mezclarse con la plebe, al modo de Harún al Raschid, pero no incógnito, sino convocando a los heraldos de los medios por si querían dar cuenta de su atlético porte y nada más, pues no permitía preguntas. En agosto es eso o un toro de tres cabezas nacido en Laponia. Minutos después, el tetrarca se arrellanaba en mi diván y empezaba a hablar a borbotones. Tuve que grabarlo. Es esto: Preguntas, preguntas, preguntas, Bárcenas, Bárcenas, Bárcenas, que si no pronuncio el nombre de... ¿cómo era? Se me ha olvidado. ¿Qué más da? Todos quieren que deje el trono, que dimita. Y todo porque diz que miento. Pero yo no miento. Solo doy mi versión de las cosas. Las preguntas, las preguntas. No son lo peor; lo peor son las respuestas. No tengo respuestas. Solo tengo Bárcenas. Quiero decir, verá, he tenido un sueño. Soñe que iba a morder una manzana y se me caían los Bárcenas. No me diga nada. Sé de sobra lo que significa. Hombre, por Dios, no soy tonto. Mi partido está lleno de trincones, yo el primero. Hemos pillado millones. Somos "familionarios" ¿O cree usted que no he leído a Freud? Que nadie pregunte. No hay nada que decir. Ya dicen los demás. Y demasiado. Que les pregunten a ellos, que tienen la lengua tan larga como las manos. Pero, pero, ¿qué hago yo aquí? ¿Quién es usted? ¿No estará grabando esto? Nada. Esto no existe. Usted tampoco. Ni yo.  Todo es falso. Salvo alguna cosa. Le dije que estaba de acuerdo con él y se fue tan contento. Juraría que no piensa dimitir.

El caso del león recalentado. Tienen estos hispanos una especie de procónsul al que llamaremos García-Palmito, a quien han encargado reavivar un viejo contencioso de su tribu con un remoto pueblo septentrional como medio vikingo o así que les ha quitado no sé qué peñasco. El paciente en este caso vino en compañía de un amigo, un hermano de sangre en las guerras contra los tartessos, actualmente representante plenipotenciario del tretarcado en la capital vikinga. Excepcionalmente acepté tratarlos en pareja. Sobre todo porque decían lo mismo: estaban indignados con la opinión patria de considerar el asunto del peñasco como una cortina de humo. ¿Qué cortina? Se trata de aprovechar la ocasión histórica de recuperar el querido chinorro. Y, ya verás, tú, meteco, cómo, al final, nos pasa lo de siempre: estamos a punto de dar un salto de gigante, llega un Bárcenas y lo fastidia todo. Aquí intervine con escalpelo, pidiéndoles que me hablasen de Bárcenas. Y empezaron a pegarse entre ellos. Quién había recibido sobresueldos. Qué son los sobresueldos. No empecemos a provocar. ¿Yo provocador? Los juzgué en franca mejoría y los mandé a su casa recomendándoles que tomaran unos tranquilizantes y, al hablar, midieran bien sus palabras antes de que sus palabras les midieran las costillas.

El caso de la devota malévola. Muchos acusan al psicoanálisis de tener un sesgo machista. No lo sé; no es mi caso como humilde amateur. No me sorprendió, pues, la visita de una sacerdotisa llamada Máñez, por cierto muy parecida a la sibila cumana, la que venía con Virgilio cuando nos visitó en los infiernos. Traía la paciente, responsable de las clases trabajadoras de estos semibárbaros, alucinaciones severas. En lugar de tumbarse sobre el diván lo hizo debajo, sosteniendo que todo estaba lleno de espías y delatores. Puse cara de marinero de agua dulce y le pregunté de dónde sabía ella que la perseguían tantos malandrines, parados de mentirijillas, defraudadores de tres al cuarto, empleados ficticios, en negro, en gris, en marrón. Se lo había comunicado un ser extraterrestre, una deidad agrícola y celestial al mismo tiempo, pues señoreaba el rocío. Comprendí de inmediato que se trataba de un deseo reprimido: la sacerdotisa de la diosa del rocío no temía la presencia de aquellos íncubos y súcubos sino que la deseaba. Solo necesitaba una justificación. Y, como los troyanos somos llanos, se la di. Le hice ver que el rocío es precisamente la forma en que la divinidad bendice el trato carnal. No sé si la convencí, pues me parece muy devota, pero me pagó mis honorarios, si bien reduciendo unos dracmas por no sé qué socaliña oficial de la tetrarquía.

El caso de la reina maltratada. Un día, a punto de cerrar mi consulta, irrumpió en ella una altiva señora, trajeada con una severidad macedonia, que puso sobre mi mesa un platillo brillante en el que, por algún sortilegio, se leían expresiones breves en cadenas interminables hablando de ella la inmensa mayoría en términos muy negativos, incluso injuriosos. Mirándome a los ojos me dijo si yo creía que fuera posible aguantar algo así. En estos casos tengo un recurso infalible: recuerdo a la paciente que la paciente es ella y las preguntas las hago yo. Y no falla. Y no falló. La reina de Tartessos, Dorotea I, se amansó. Le pregunté por la causa de la maledicencia y me dijo que era debida a un comentario suyo sobre los mendigos, nada que no supiera todo el mundo. Pero ¿qué? Pues eso, lo que sabe todo el mundo, lo que le han enseñado a ella en su casa y a su madre en la suya y a la madre de su madre: que todos los mendigos, en el fondo, son unos pillastres. Piden para comer, pero están forrados. Duermen en colchones de mullida pluma bajo los que ocultan sus muchos talentos. Le hago repetirlo. Lo repite. Luego me mira con una chispa de desconfianza y dice pero usted es rojo, ¿no? Es el momento de levantar la sesión: éxito pleno. No hay nada como hacer que un fanático se escuche a sí mismo.

No dirán que no es un interesante cuadernillo de historias. La gente en agosto se vuelve locuaz. Mi estancia se vio bruscamente acortada. Llegó un mensajero de Eneas: el príncipe troyano zarparía en cuatro días, traicionando a Dido. Tenía que volver. Pobre Dido.