Es muy de celebrar el acuerdo entre el PSOE y el PSC. Sobre todo por ellos mismos. Nadie les arrendaría la ganancia si se enfrentaran. Por eso han hecho bien poniéndose de acuerdo. Los pactos suelen ser buenos; indican maneras civilizadas, voluntad de diálogo y entendimiento, aunque no todo el mundo esté conforme. Siempre hay integristas prestos a tachar de traición todo pacto.
En el caso de los socialistas, el acuerdo parece haber llegado tras algunos episodios de tensión y abarca una decisión unánime (la federalización del Estado), otra a regañadientes de la parte mayoritaria (el principio de ordinalidad) y escudándose tras las togas de los magistrados de ¡dos tribunales constitucionales, el alemán y el español! y una concesión a regañadientes (la definición de Cataluña como nación) hecha por la parte minoritaria.
La cuestión del federalismo es un típico tigre de papel. España es ya materialmente federal. Hacerla formalmente requiere llamarla por su nombre, perder al miedo a la palabra, dotar de contenido algún órgano que ahora no lo tiene como el Senado y reconfigurar algún otro, como el Tribunal Constitucional y la propia Constitución. Y ya está la flamante monarquía federal borbónica. Suena un poco raro pero la Jefa del Estado de la federación canadiense es la reina Isabel. Los británicos suelen ir por delante en esto de las libertades, como se prueba por el hecho de que el Parlamento de Westminster acabe de aprobar la ley que autoriza la celebración del referéndum de independencia de Escocia el año que viene. En España ni los federalistas más pimargallianos quieren oír hablar de semejante ley para Cataluña. Así que el parto de los montes del acuerdo es el federalismo que probablemente tenga también la anuencia de la derecha o, cuando menos, su no beligerancia, cuenta habida de que no cambia las relaciones de poder reales. Otra cosa es que empiece a hablarse de federalismo asimétrico y los gestos comiencen a torcerse solo por no pararse a pensar que las CCAA ya son asimétricas de hecho. Pero ese otro debate, aunque también sobre palabras.
El principio de ordinalidad pasa sin mayores traumas porque lo aceptan los jueces y el PSOE actúa aquí por imperativo judicial, algo parecido al imperativo legal de los independentistas vascos. Una declaración que se hace cruzando los dedos. Pero, cuando menos, se hace. Se pretende así evitar que se hable del "expolio fiscal" y de que "Espanya ens roba". Reaparece el fantasma de la balanza fiscal y ya hay para entretenerse discutiendo un quinquenio.
Pero el punto crucial del acuerdo PSOE/PSC es la renuncia del segundo al reconocimiento de Cataluña como nación. Como están las cosas, eso va a costar un disgusto a los socialistas catalanes, que se han dejado llevar al huerto por los jacobinos del PSOE. Al huerto de los olivos, el del amargo cáliz, porque ese acuerdo PSOE/PSC que ignora la realidad nacional catalana es anterior al vigente Estatuto de Autonomía que recoge el sentir mayoritario de los catalanes de ser una nación y enmendado por el Tribunal Constitucional que, en su sentencia, dejó la referencia a la nación y a la realidad nacional de Cataluña en el preámbulo si bien precisó en el fallo que ambos términos carecen de valor jurídico, para tranquilidad de los recios patriotas, abundantes en el socialismo español. Ni siquiera esa demediada nación sin efectos jurídicos pasó el tamiz del integrismo territorial. Precisamente por acercarse a los populares en este campo, los socialistas no van a ser muy populares en Cataluña en lor próximos meses.
Lo curioso del caso es esa inquina a la mera palabra que, al carecer de eficacia jurídica, podría sustituirse por "el reino de los cielos". Con el término nación se han designado tantísimas cosas a lo largo de la historia que parece manía negar a los catalanes el derecho a llamárselo. Ha habido naciones bárbaras, hay naciones a orillas del Amazonas, naciones eran Salamanca o Vasconia en la Universidad de Bolonia, naciones las que se unieron en la II Guerra Mundial bajo el nombre de Naciones Unidas como frente de guerra cristalizado después en frente paz o algo así. Pero algo tienen las naciones que las hace distintas de los Estados (otra cosa es que los Estados se llamen nacionales) y es que, al designar un sentimiento basado en costumbres, tradiciones, cultura, religión, lengua, memorias, folklore, su origen proviene del pasado más o menos remoto. El ejemplo más típico es la nación judía, que remonta sus orígenes a una declaración de Dios a Abraham que lo constituye en patriarca del pueblo elegido, algo permanente, perpetuo, que está por encima de las contingencias históricas. En cambio el Estado sí que es siempre producto de esa contingencias, a veces en los campos de batalla y a veces en las batallas de las alcobas y, de nuevo, el caso más típico es el del Estado de Israel, a raíz de la partición de Palestina por la ONU en 1947, que emergió vencedor de la subsiguiente guerra contra los árabes en 1948.
Las naciones también pueden ser producto de contingencias, como el caso de los Estados Unidos, surgidos de una declaración de independencia de la metrópoli. Pero eso no quita que los Estados lo sean siempre y las naciones, no. Al negar a un grupo humano de siete millones y medio de personas el derecho a llamarse nación a partir de un sentimiento compartido por una mayoría cada vez mayor de la población, ¿qué se quiere decir? ¿Que no se reconoce la existencia de un sentimiento? ¿Por qué? Porque en el Estado español solo puede haber una nación española, se dice. Pero ¿por qué? ¿Por qué no pueden convivir dentro del Estado español dos o más naciones? ¿Acaso no tiene la nación catalana el mismo origen que la española, esto es, un sentimiento compartido? Los sentimientos de unos ¿son superiores o mejores a los de otro? ¿En virtud de qué?
Los catalanes habían conquistado el derecho a usar la palabra nación, aunque fuera sin efectos jurídicos y los socialistas retrotraen este espinoso asunto de principios a tiempos preestatutarios. ¿Por qué? Por una consideración estratégica. Saben que la próxima batalla será sobre sin Cataluña es o no una nación y quieren escoger el terreno del debate lo más cerca posible de sus trincheras. Si empiezan por reconocer la realidad nacional catalana tendrán luego más dificil parar los pies a los soberanistas dentro de su propio partido y convencerlos de que se olviden de "delirios" autodeterministas y drets a decidir. Pero ¿han calibrado el riesgo de que sean los soberanistas los que causen baja en el partido?
Lo curioso del caso es esa inquina a la mera palabra que, al carecer de eficacia jurídica, podría sustituirse por "el reino de los cielos". Con el término nación se han designado tantísimas cosas a lo largo de la historia que parece manía negar a los catalanes el derecho a llamárselo. Ha habido naciones bárbaras, hay naciones a orillas del Amazonas, naciones eran Salamanca o Vasconia en la Universidad de Bolonia, naciones las que se unieron en la II Guerra Mundial bajo el nombre de Naciones Unidas como frente de guerra cristalizado después en frente paz o algo así. Pero algo tienen las naciones que las hace distintas de los Estados (otra cosa es que los Estados se llamen nacionales) y es que, al designar un sentimiento basado en costumbres, tradiciones, cultura, religión, lengua, memorias, folklore, su origen proviene del pasado más o menos remoto. El ejemplo más típico es la nación judía, que remonta sus orígenes a una declaración de Dios a Abraham que lo constituye en patriarca del pueblo elegido, algo permanente, perpetuo, que está por encima de las contingencias históricas. En cambio el Estado sí que es siempre producto de esa contingencias, a veces en los campos de batalla y a veces en las batallas de las alcobas y, de nuevo, el caso más típico es el del Estado de Israel, a raíz de la partición de Palestina por la ONU en 1947, que emergió vencedor de la subsiguiente guerra contra los árabes en 1948.
Las naciones también pueden ser producto de contingencias, como el caso de los Estados Unidos, surgidos de una declaración de independencia de la metrópoli. Pero eso no quita que los Estados lo sean siempre y las naciones, no. Al negar a un grupo humano de siete millones y medio de personas el derecho a llamarse nación a partir de un sentimiento compartido por una mayoría cada vez mayor de la población, ¿qué se quiere decir? ¿Que no se reconoce la existencia de un sentimiento? ¿Por qué? Porque en el Estado español solo puede haber una nación española, se dice. Pero ¿por qué? ¿Por qué no pueden convivir dentro del Estado español dos o más naciones? ¿Acaso no tiene la nación catalana el mismo origen que la española, esto es, un sentimiento compartido? Los sentimientos de unos ¿son superiores o mejores a los de otro? ¿En virtud de qué?
Los catalanes habían conquistado el derecho a usar la palabra nación, aunque fuera sin efectos jurídicos y los socialistas retrotraen este espinoso asunto de principios a tiempos preestatutarios. ¿Por qué? Por una consideración estratégica. Saben que la próxima batalla será sobre sin Cataluña es o no una nación y quieren escoger el terreno del debate lo más cerca posible de sus trincheras. Si empiezan por reconocer la realidad nacional catalana tendrán luego más dificil parar los pies a los soberanistas dentro de su propio partido y convencerlos de que se olviden de "delirios" autodeterministas y drets a decidir. Pero ¿han calibrado el riesgo de que sean los soberanistas los que causen baja en el partido?