El gobierno de la C.A. de Madrid ha consumado la expropiación del servicio público de salud a favor de la empresa privada. Lo que él mismo embellece con el término "externalizar", otros llaman "privatizar" y otros, más claros, "expoliar". Y lo ha hecho del peor modo posible, a la brava, en mitad de un tremendo conflicto social, sin asomo de consenso, por imposición del rodillo de la mayoría absoluta del PP. Que además haya concurrido el recochineo de unos diputados jugando al scrabble mientras se decidía tan grave asunto es anecdótico. Solo muestra la condición moral de quienes toman esas decisiones.
El atropello carece de toda justificación racional. La privatización no es mejor, ni más eficiente, ni más barata que el mantenimiento del estatus público del servicio, como muy bien se expone en la carta abierta a Ignacio González del Dr. José Luis Pedreira Masa. La Comunidad no ha aportado ni un solo estudio, informe o documento que pruebe lo contrario. Según la citada carta publicada en el Diario progresista ni siquiera el consejero competente en la materia, Fernández-Lasquetty, es competente en la materia. Lo cual prueba que la competencia, tanto en lo médico como en lo económico, es indiferente pues se trata de una decisión puramente política, una cacicada de ingentes proporciones en favor y beneficio de unas empresas privadas.
Es más, si hay pruebas prácticas de algo ya es de la ruina de estas privatizaciones como se prueba fehacientemente con la quiebra del privatizado hospital de Manises y el escándalo del de Collado Villalba que, confiado a la gestión de Capio, cuesta 900.000 euros mensuales a los madrileños y está cerrado. Y no es lo único. Todo cuanto se gestiona con estos criterios privatizadores acaba siendo ruinoso para la administración porque las empresas que se encargan del servicio siguen a rajatabla la conocida máxima de privatizar los beneficios y socializar la pérdidas. Lo que pasará con los hospitales y centros de salud hoy privatizados ya está prefigurado en la ruina de las radiales de Madrid, que descargan sus pérdidas sobre los madrileños y, por ende, todos los españoles. Y antes y a lo grande en la de las cajas de ahorros, gestionadas con objetivo de puro saqueo de lo público, arruinadas por prácticas erróneas cuando no delictivas, que ahora deben ser rescatadas con dineros de todos los ciudadanos.
Ese es el contenido del neoliberalismo español: poner el Estado al servicio de los intereses de las grandes empresas privadas. Literalmente.
Y ¿qué hace la izquierda, confrontada con esta agresión sin precedentes a los fundamentos del Estado del bienestar que, en su formulación constitucional de Estado social y democrático de derecho daba ya como una conquista consolidada, inamovible? ¿Qué, frente a la aniquilación del régimen jurídico de las relaciones laborales y la pérdida de los derechos de los trabajadores? ¿Qué, frente a la ruina de la educación pública en favor de la privada? ¿Qué, frente a la manipulación de los medios públicos de comunicación puestos al servicio de los intereses de esta oligarquía político-empresarial?
Muy poco, por no decir nada, lo cual es llamativo, además de lamentable, por cuanto este atropello, perpetrado en sigilo e impuesto por un trágala una vez hecho público, ha suscitado una indignación generalizada en la sociedad. Es lo menos. Recuérdese que este mismo intento de privatización del servicio nacional de salud, incluso bastante menos chapuza que el madrileño, es lo que costó el cargo a Margaret Thatcher.
No se me ocurre si no que la izquierda no tendrá perdón posible si, ante la emergencia de la situación, no se une con un programa común mínimo consistente, quizá, en un solo punto: firme propósito de volver al sector público todo lo que le haya sido arrebatado. Y conviene que lo formule ya con suficiente claridad para que quienes se aprestan a consumar el pelotazo de la privatización se lo piensen dos veces. Querrán blindar su transacción cuanto puedan y creerán que será difícil deshacer lo hecho. Más difícil parecía cumplir la promesa de traer las tropas del Irak y fue la primera medida de Zapatero. Porque si este ganó contra pronóstico las elecciones de 2004 fue, entre otras cosas y de modo decisivo, por aquella promesa.