El Mesías no ha llegado aún, digan lo que digan algunas sectas. Cristo no era más que un iluminado esenio. Lamentable lo que pasó con él; aunque se lo ganó a pulso con aquello de que era hijo del Padre. Sus discípulos nos han amargado la existencia durante veinte siglos. La ira de Dios se cebó con nosotros en el Holocausto. Y ¿por qué, si llevábamos casi dos mil años perseguidos? ¿Qué habíamos hecho ahora? Se nos castigó en su día. Se destruyó el Templo y se nos mandó a la diáspora. Nadie dijo que se intentaría exterminarnos como pueblo. Era imposible. Se nos mandó a la diáspora pero Dios no podía querer que desapareciéramos como pueblo (o nación, que se dice hoy) porque, para bien o para mal, para la virtud o el vicio, la lealtad o la deslealtad, somos su pueblo, el pueblo elegido. Después de tantas penalidades, mucho más prolongadas y crueles que los cautiverios anteriores, retornamos de nuevo a la Tierra Prometida. La que Él prometió a Abraham cuando lo sacó de Ur. ¿Y qué nos encontramos? A los descendientes bastardos del muslo de Abraham, a los hijos de Agar, los agarenos, que estaban ocupando la heredad de nuestros padres desde el año no sé cuántos de su Hégira y que habían plantado una mezquita en la ciudad de Salomón, junto a lo que quedaba del Templo, el muro de las lamentaciones. Nos encontramos más cosas. Nos encontramos Jerusalén convertida en un zoco de sectas: cristianos cruzados, coptos, maronitas, todas las creencias imaginables. Por el lugar en donde había estado el arca de la alianza del pueblo con Elohim pasaban los predicadores más extraños, incluidos nuestros primos hermanos de la secta ismailí. ¿Cuánto iba a tardar Dios en ordenarnos marchar contra los pueblos idolátricos como en su día nos ordenó contra los jebuseos, filisteos, amorreos, etc? No dio ni tiempo a la constitución de los dos Estados, el de Israel y el Palestino. Allí mismo empezó la guerra que no ha cesado en verdad al día de hoy. Pero, de entonces acá, la historia ha querido que la victoria del Dios de los ejércitos haya sido arrolladora, de forma que sus enemigos no luchan ya por el triunfo sino por la supervivencia. Desde la fundación del Estado de Israel hasta este momento las circunstancias internacionales, la mentalidad del mundo, todo ha cambiado en torno nuestro, excepto esta guerra que es -suene bien o mal a los oídos de eso que se llama la "comunidad internacional"- una guerra de exterminio. Dios lo quiere. En el fondo, tratamos la franja de Gaza como si fuera los altos del Golán; una especie de tierra de nadie, sobre la que Dios llueve fuego y azufre (hoy fósforo blanco, pues la ciencia avanza) de vez en cuando por sus muchos crímenes. El Occidente cristiano se horroriza de que el 40% de las víctimas mortales en las zonas bombardeadas sea mujeres y niños. ¿De qué se escandalizan? Saben perfectamente que en el Libro en el que dicen creer, Dios ordena a Israel no solo pasar por la espada a mujeres y niños sino también a los ancianos y hasta la animales domésticos. Ya sé que esto suena horriblemente a oídos racionalistas occidentales, contaminados de la errónea creencia de que los pueblos son libres. Los otros, quizá; el nuestro no, porque es el pueblo de Dios, debe caminar ante Él y no apartarse de su camino y su camino es la guerra. ¿Cuándo estuvo Jerusalén en paz? Por último, permitan les muestre a dónde puede llevar la clarividencia. Esa equiparación que suele hacerse entre Israel hoy y la Alemania hitleriana echa sobre el pueblo elegido la acusación que pesa sobre los nazis: la de haber sido seres inhumanos, al deshumanizar a los demás. Porque el caballo no puede dejar de ser caballo, ni el águila águila ni el pez pez; pero el ser humano sí puede dejar de ser humano. Comprobarlo es demoledor. Y comprobarlo en propia carne, más. ¿Quién se explica el suicidio de Primo Levi?
(La imagen es una foto de ThisParticularGreg, bajo licencia Creative Commons).