¡Qué pronto ha cambiado el tono de los españoles al referirse al propósito catalanista renovado de ir a la independencia! Lo que empezó siendo una algarabía catalana, según calificación de Rajoy, cuya capacidad para el análisis realista es inexistente, ha acabado siendo una algarabía española. Algunos de esos que siempre lo saben todo habían descubierto que, en el fondo, la petición independentista no era más que una cortina de humo para que la gente no se fijara en los asuntos verdaderamente importantes, los recortes, la crisis, etc. Esos mismos están hoy dispuestos a mandar la Guardia Civil o lo que haga falta para frenar a unos independentistas que cada vez hablan más claro.
La algarabía española está siendo atronadora. De Guindos dice que lo sucedido en el Camp Nou da "mala imagen" de España en el extranjero y en la red le contestan que peor la dan Cospedal y Sáez de Santamaría vestidas con el burka católico, poniendo la nota negra en el Vaticano. Gallardón, a quien gusta sentar plaza de avisado, sostiene que la secesión de Cataluña sacaría a España del euro, algo sorprendente porque, en primer lugar, no está claro que seguir en el euro sea bueno y, en segundo, tampoco lo está por qué España habría de salir de la eurozona si los catalanes se van.
Al final ya no hay ni razones. Así, Felipe González afirma en un mitín en Bilbao (creo) que ningún territorio de España va a ser independiente, lo que no se sabe si es una profecía o una amenaza, aunque suena más a lo segundo. Aquí nadie se independiza porque no nos da la gana.
¿Independencia de Cataluña? Por encima de mi cadáver, piensa Rajoy, quien también se muestra rotundo afirmando que no va a admitir separaciones de ninguna clase. Sí señor, alto y claro y bombardeo de Barcelona si necesario fuese. Con afán de modular algo su rotunda negativa, Rajoy echa mano de un argumento tan necio que ya nadie más se atreve a emplearlo: ¿a dónde van estos independentistas cuando el sentido de nuestro tiempo es, dice, la integración por arriba, cuando desaparecen las fronteras y los Estados? Siendo esto así, ¿qué más da a Rajoy y resto de integristas que Cataluña se sume al gran agujero negro de la Unión Europea, al Estado continental, como parte de España o fuera de España?
Resumen final: de independencia, nada, catalanes. No hay nada que hacer. Pero, por si acaso, el gobierno ha ido corriendo a Bruselas a chivarse y a pedir a las autoridades comunitarias que se opongan a la independencia de Cataluña, con lo cual ya la han fastidiado estos águilas porque han conseguido lo que han tratado siempre de evitar, esto es, la internacionalización del asunto.
Y, por otro lado, guste o no a los nacionalistas españoles va a debatirse en el Congreso la petición de ERC de que se autorice al Parlament la competencia para convocar un referéndum de autodeterminación.
Ahí está la palabra. Autodeterminación. El escollo de la convivencia.
En mitad de la algarabía española, ayer Rubio Llorente publicaba un artículo en El País, titulado Un referéndum para Cataluña en el que trata establecer algo de cordura en el tumultuoso y apasionado debate echando mano del célebre dictamen del Tribunal Supremo Federal canadiense de 1988 en relación a Quebec. La doctrina es clara: la autodeterminación no cabe en la Constitución del Canadá (de hecho, Rubio Llorente no la menciona en el artículo) pero si hay una mayoría de quebequeses partidarios de la independencia, habrá que hacer algo, en concreto un referéndum, negociando previamente las condiciones aceptables para todos. Lo mismo propone el autor para Cataluña.
A Palinuro, que lleva años defendiendo el derecho de autodeterminación de los pueblos de España lo del referéndum le parece muy bien, aunque desconfía de su carácter excepcional. Por eso es partidario de reformar la Constitución de 1978 para que, entre otras cosas, recoja el derecho de autodeterminación. Cree Palinuro que, si ese derecho se ejerce, tanto el País Vasco como Cataluña votarán mayoritariamente a favor de la conservación de España, aunque está convencido de que tal mayoría desaparecerá si el nacionalismo español se empeña en negar ese derecho a las naciones llamadas periféricas. Así que, cuando el referéndum se celebre, que habrá de celebrarse inevitablemente, quizá haya mayoría a favor de la independencia.
Si así fuera, España debe reconocerla.
Está claro el dilema. Las propuestas de federalización de España, probablemente tardías, también son bienvenidas, cómo no. Pero dan la impresión de no estar muy bien pensadas. En primer lugar España es ya de hecho en buena medida un Estado federal, a falta de un par de nombres y eso no ha mitigado en absoluto las pretensiones independentistas. En segundo lugar el cupo de los territorios vascos y la soberanía fiscal navarra rompen todos los moldes federales, incluidos los del federalismo asimétrico.
No obstante, la situación puede ser la tensión entre un impreciso federalismo y la desintegración de un Estado que nunca consiguió estar integrado salvo a la fuerza.
(La imagen es una foto de Huhsunqu, bajo licencia Creative Commons).