La imagen es un óleo de Theobald Chartran titulado Firma del protocolo de paz entre los Estados Unidos y España el 12 de agosto de 1898. Representa el momento en que el embajador de Francia en los EEUU, en representación de España, estampa su firma, bajo la atenta mirada de un dominante McKinley, en el protocolo del tratado que pondrá fin a la guerra hispano-norteamericana. Derrota y rendición prácticamente incondicional de España y pérdida de los restos del imperio en América y Asia. El cuadro se encuentra en la Sala de Tratados de la Casa Blanca, lugar de reunión frecuente de los gabinetes presidenciales hoy, y figura en lugar prominente.
Hoy es el día. Los oráculos del fondo de la selva de Teotoburgo imponen la claudicación de España, que ha de aceptar las condiciones del llamado rescate de la banca y que el FMI, en una muestra de servicial previsión, ha tenido la delicadeza de cifrar en 40.000 millones. No sé qué caso hará la germana del gentil toque parisien. Bruselas, como siempre, estará a verlas venir. Queda por saber qué dirán los auditores externos pero, en principio, la situación es clara: los plenipotenciarios tienen que firmar.
España solo manda ministros plenipotenciarios para administrar las derrotas, lo que parece un contrasentido, pero es el contrasentido que configura, al parecer, la amarga experiencia nacional de ser intervenidos. Unas veces por los alemanes, otras por los ingleses, otras, las más, por los franceses, la historia patria es una sucesión de intervenciones que han orientado los destinos nacionales mucho más de lo que lo hayan hecho las decisiones domésticas. Después de quedarse con Gibraltar, los ingleses ayudaron decisivamente a los españoles a librarse de los franceses. Es la gesta de Wellington en la llamada Peninsulan War, con muy escaso respeto a la emergente conciencia nacional española.
A su vez, los franceses estaban aquí porque en uno de los actos de cobardía más miserables que registra la historia, los dos Borbones, padre e hijo, Carlos IV y Fernando VII entregaron la corona a Napoleón, quien la puso en la cabeza de su hermano, convirtiendo España (y su imperio) en lo que podríamos llamar un fraternato. Ese Fernado VII, el Deseado, fue luego el ídolo de la derecha española que debía de ver en él un patriota.
Para qué seguir. El 98 (ut supra) provocó una sacudida tan fuerte de la citada conciencia nacional que hasta apareció un filósofo. Los filósofos surgen siempre de la perplejidad y esa perplejidad trajo la IIª República a la que puso violento fin una coalición de alemanes, italianos, moros y cristianos nativos de Santiago y cierra España.
Ignoro si en estas horas amargas Rajoy medita sobre su triste sino. Venía de salvador de la Patria y tiene que mandar plenipotenciarios a firmar las capitulaciones. La gran nación en la hora nefasta de la claudicación. Seguramente no es para tanto porque en nuestra época las guerras se libran en los parqués, en los despachos de mullidas alfombras en lo alto de rascacielos, en medio de formas corteses, compartiendo un aperitivo. Pero el zaherido orgullo nacional español lo toma por la tremenda. Resuenan los ecos de una larga historia de derrotas: la Invencible, Rocroi, Trafalgar y lo que vino después. Y Rajoy, con su huero patriotismo, así tiene que experimentarlo.
¿Podría pasarle por la cabeza alzar bandera por la resistencia, negarse al rescate, a la intervención extranjera? Podría. Numancia tiene su belleza, pero no es previsible su repetición. Oponerse a Europa, aislarse de Europa -vieja pulsión unamuniana- no es opción para la derecha y dudo de que lo sea para la izquierda. No, desde luego, para el PSOE y, con reservas, tampoco para la izquierda radical.
Así que llueve sobre muy mojado, sobre una historia de frustración permanente, de una nación que se ha hecho a fuerza de derrotas gracias a unas clases dominantes muy católicas, muy tradicionalistas, muy ineptas y nada patrióticas. Una nación que de vez en cuando es intervenida al albur de circunstancias que no controla. Por eso, todo consistirá en encontrar un nombre que disimule la cruda realidad de la subordinación a los dictados de otros, un nombre que engañe, como el de evangelización del Nuevo Mundo, por ejemplo, o el Movimiento Nacional, algo así como Refundación Financiera Española (ReFE), que daría para interesantes portadas de la prensa de derechas y dejaría a la gente tranquila, a tiempo para saborear cómo la Roja revalida su título. Es lo de los toros en 1898.
Hoy es el día. Los oráculos del fondo de la selva de Teotoburgo imponen la claudicación de España, que ha de aceptar las condiciones del llamado rescate de la banca y que el FMI, en una muestra de servicial previsión, ha tenido la delicadeza de cifrar en 40.000 millones. No sé qué caso hará la germana del gentil toque parisien. Bruselas, como siempre, estará a verlas venir. Queda por saber qué dirán los auditores externos pero, en principio, la situación es clara: los plenipotenciarios tienen que firmar.
España solo manda ministros plenipotenciarios para administrar las derrotas, lo que parece un contrasentido, pero es el contrasentido que configura, al parecer, la amarga experiencia nacional de ser intervenidos. Unas veces por los alemanes, otras por los ingleses, otras, las más, por los franceses, la historia patria es una sucesión de intervenciones que han orientado los destinos nacionales mucho más de lo que lo hayan hecho las decisiones domésticas. Después de quedarse con Gibraltar, los ingleses ayudaron decisivamente a los españoles a librarse de los franceses. Es la gesta de Wellington en la llamada Peninsulan War, con muy escaso respeto a la emergente conciencia nacional española.
A su vez, los franceses estaban aquí porque en uno de los actos de cobardía más miserables que registra la historia, los dos Borbones, padre e hijo, Carlos IV y Fernando VII entregaron la corona a Napoleón, quien la puso en la cabeza de su hermano, convirtiendo España (y su imperio) en lo que podríamos llamar un fraternato. Ese Fernado VII, el Deseado, fue luego el ídolo de la derecha española que debía de ver en él un patriota.
Para qué seguir. El 98 (ut supra) provocó una sacudida tan fuerte de la citada conciencia nacional que hasta apareció un filósofo. Los filósofos surgen siempre de la perplejidad y esa perplejidad trajo la IIª República a la que puso violento fin una coalición de alemanes, italianos, moros y cristianos nativos de Santiago y cierra España.
Ignoro si en estas horas amargas Rajoy medita sobre su triste sino. Venía de salvador de la Patria y tiene que mandar plenipotenciarios a firmar las capitulaciones. La gran nación en la hora nefasta de la claudicación. Seguramente no es para tanto porque en nuestra época las guerras se libran en los parqués, en los despachos de mullidas alfombras en lo alto de rascacielos, en medio de formas corteses, compartiendo un aperitivo. Pero el zaherido orgullo nacional español lo toma por la tremenda. Resuenan los ecos de una larga historia de derrotas: la Invencible, Rocroi, Trafalgar y lo que vino después. Y Rajoy, con su huero patriotismo, así tiene que experimentarlo.
¿Podría pasarle por la cabeza alzar bandera por la resistencia, negarse al rescate, a la intervención extranjera? Podría. Numancia tiene su belleza, pero no es previsible su repetición. Oponerse a Europa, aislarse de Europa -vieja pulsión unamuniana- no es opción para la derecha y dudo de que lo sea para la izquierda. No, desde luego, para el PSOE y, con reservas, tampoco para la izquierda radical.
Así que llueve sobre muy mojado, sobre una historia de frustración permanente, de una nación que se ha hecho a fuerza de derrotas gracias a unas clases dominantes muy católicas, muy tradicionalistas, muy ineptas y nada patrióticas. Una nación que de vez en cuando es intervenida al albur de circunstancias que no controla. Por eso, todo consistirá en encontrar un nombre que disimule la cruda realidad de la subordinación a los dictados de otros, un nombre que engañe, como el de evangelización del Nuevo Mundo, por ejemplo, o el Movimiento Nacional, algo así como Refundación Financiera Española (ReFE), que daría para interesantes portadas de la prensa de derechas y dejaría a la gente tranquila, a tiempo para saborear cómo la Roja revalida su título. Es lo de los toros en 1898.