Quien ande por Madrid en estos días posteriores a los desposorios entre la divina gracia y el becerro de oro, y se aventure por ese maravilloso triángulo, al socaire de la Gran Vía, entre la calle del Pez, la de Hortaleza y la histórica plaza del Dos de Mayo (dosde para los que la queremos) tiene hasta el 31 de agosto creo para visitar la exposición a la que se refiere la imagen en la calle Loreto y Chicote. Como madrileño, encuentro maravillosos muchos otros barrios en mi ciudad; pero este es más cercano porque lo conozco de chaval así que, ya de entrada, me parece de perlas que Cecilia Bergamín exponga una retrospectiva de su obra en medio de tanto encanto. Corre el peligro de que la concurrencia se le entretenga por la Telefónica, la Red de San Luis, la portada del antiguo Hospicio o la calle de la Ballesta, lugar de perdición demoníaca desde los años más lúgubres de la dictadura. Mundo, demonio y carne; sobre todo carne era lo que allí imperaba.
Tapando agujeros titula Cecilia su exposición. No hay duda de que trasmite el espíritu de su abuelo, el fundador de Cruz y raya, con su paradójico ingenio. El gerundio es más al uso de los modernos, pero la idea de que lo que ella hace sirva para tapar agujeros peca de orgullosa modestia. Aunque es verdad que tapa agujeros, pero no los que haya en la pared sino los que tenemos nosotros en la cabeza. Eso es propiedad de los artistas. No sé si buena o mala porque, la verdad, muchos agujeros sin tapar son fascinantes. Un agujero es una apertura a lo desconocido y eso siempre atrae, aunque sólo sea porque permite a uno creer que ha encontrado una vía de escape.
La exposición consta de collages, montajes, dibujos, acrílicos, textos, secuenciales o no, aislados, distantes y parecidos; hasta se encuentra una versión de la Gioconda que, a estas alturas, es el emblema de la orden de la falta de respetos, alma de la expresión artística. Es decir, no hay pautas, unidad y, por ende, monotonía o lo que los espíritus caritativos llaman "estilo". Algunas de las obras dejan ver una Cecilia; otras, otra. Como sólo conozco una, supongo que las otras se llevarán bien con ella.
El local de la exposición merece visita por sí mismo y la terraza en la calle de la noche de agosto, patrimonio inmarcesible de los pueblos mediterráneos, esponja el ánimo. El nombre del lugar, Microteatro por dinero suena un poco crudo para las mentalidades puritanas que sacralizan el oro aunque lo llaman el vil metal. Pero es porque somos hipócritas ya hasta sin saberlo. Es tradición de la profesión goliarda conseguir que la gente pague porque se rían de ella en sus narices. Esa fue la inmensa grandeza del teatro de siempre que empezó a decaer, no cuando se inventó el cine como dice todo el mundo, sino cuando se generalizó el psicoanálisis. El microteatro se refiere aquí a que dos o tres actores escenifican una piececilla ante tres o cuatro espectadores en una habitación durante un cuarto de ahora; esas actuaciones se encadenan hasta seis veces, lo que da la hora y media de la función burguesa y el pago aproximado de un teatro comercial. Y la gente sale encantada porque, en la inmediatez del contacto personal, el teatro riñe aquí el terreno al psicoanálisis.
A la salida de esta especie de utopía urbana quien tenga ganas, pille la Corredera Baja y se acerque al dosde a ver la puerta del antiguo cuartel de artillería de Monteleón ante la que se exaltan mutuamente Daoíz y Velarde (al tercero, el teniente Ruiz, le han dejado una calle) figurados como dos heroicos oficiales en el más puro estilo napoleónico vía David. Esa es la paradoja bergaminesca de la guerra de la independencia en la que, según algunos, se forja la conciencia nacional española: los españoles luchan contra los franceses con las armas espirituales que los franceses les han traído.