Si malo fue aceptar el regalo de unos trajes con el presunto fin de favorecer las maquinaciones de una trama delictiva, peor fue mentir durante dos años negando el hecho. Si peor fue mentir durante dos años, pésimo fue pedir el voto de los conciudadanos alegando ser víctima de una imaginaria conspiración. Si malo es que el comportamiento presuntamente delictivo de los gobernantes debilite la legitimidad de las instituciones democráticas peor es que la contumacia en el delito la destruya.
Francisco Camps no tiene otra salida que la dimisión y, si ésta no se produce de inmediato, Rajoy y la dirección nacional del PP no tienen más remedio que expulsarlo del partido. No es solamente que el que calla otorgue sino que el que otorga está admitiendo que el delito es una forma aceptable de hacer política y eso es más propio de organizaciones como la mafia que de fuerzas políticas legales en democracia.
La lluvia de declaraciones de cargos conservadores encareciendo la honradez de Camps cuestiona la validez de las decisiones judiciales y suena como el clamor hipócrita de una familia de mafiosos. En la democracia la honradez de los gobernantes la deciden los tribunales y no sus amigos, clientes o cómplices.
Camps lleva dos años negándose a contestar las preguntas de los periodistas, socavando el ejercicio profesional de estos y menoscabando el derecho a la información de la ciudadanía. Si no dimite ipso facto el resto de su mandato será ilegítimo pues no estará al servicio de sus representados sino de su supervivencia política.