Supongo que todo aquel que decida escribir una novela sobre el Congo belga en tiempos del Rey Leopoldo II tendrá que soportar las comparaciones con Heart of Darkness. Claro que tampoco es muy de prever que los autores vayan a probar su mano en tal tiempo y lugar con la alegría con la que escriben novelas históricas sobre Nefertiti o Giordano Bruno. En cualquier caso la de Bernardo Atxaga (Siete casas en Francia Madrid, Alfaguara, 2009, 255 págs.) no solamente no desmerece en nada frente a la de Conrad sino que, si fuera posible compararlas (hipótesis que niego vehementemente) saldría ganadora con toda comodidad.
Atxaga tiene esa virtud de los escritores de raza de crear mundos propios y de hacerlo por medios estrictamente literarios, esto es, la palabra, el estilo, los recursos narrativos, y en esta novela, a mi modesto entender, se supera incluso en sus momentos mejores, como en Obabakoak que fue en su día como una luz fulgurante. Sin duda el medio, el tiempo, el lugar, los factores sociales, las costumbres se reflejan de modo satisfactorio y sin torpezas. Pero a ellos se añade la fabulación de una historia magnífica, perfectamente administrada, el retrato de unos personajes muy bien trazados en unas relaciones típicamente humanas y verosímiles en el contexto en que están narradas. Una obra maestra de la literatura que, además, es también como una especie de reportaje de las conocidas condiciones de inhumana explotación en que el citado Rey Leopoldo mantuvo la colonia del Congo como finca privada. Las actividades paralelas de corrupción a las que se dedica la pequeña guarnición de Yangambi, de exportación fraudulenta de marfil y caoba para los mercados de lujo europeos es la variante literaria de una de las formas del proceso de lo que se conoce como acumulación de capital que, como todo el mundo sabe, no suele hacerse si no es a base de explotación, crueldad, crimen y rapiña.
Todo lo anterior está presente en la novela de Atxaga, incluso abrumadoramente presente por el procedimiento caro a Lovecraft de la referencia indirecta. No hay descripciones detalladas de malos tratos, vejámenes o torturas a la población autóctona; es más, con excepción de algún personaje intermedio, un nativo encargado del bar a quien llaman "Livo", apócope de Livingstone, los negros están clamorosamente ausentes en la narración sobre la vida de una guarnicion que rige una explotación de caucho: viven en chabolas en torno a las casas de los blancos, todos oficiales pues los suboficiales, los askaris, tambén son negros, o en sus aldeas y constituyen la mano de obra de la extracción del caucho y de lo que los colonos quieran. Tenemos conciencia del trato que esa gente recibe a través de dos prácticas recurrentes que dan idea del talante moral de los colonos: el secuestro de chicas jóvenes vírgenes en los mugini (aldeas) de la región para satisfacer los deseos sexuales del capitán de la guarnición y la costumbre de practicar el tiro al mono con mandriles en competiciones de destreza.
El capitán de la guarnición, Lalande Biran, un oficial bien relacionado con la corte del Rey Leopoldo, casado con una señorita de buena sociedad cuya manía es adquirir siete casas en otros tantos lugares de Francia, se ve obligado a ocupar el puesto mientras acumula el capital necesario a base del comercio de marfil y caoba para que su mujer corone sus caprichos. Es un hombre complejo, refinado, poeta, un tipo sacado de los ejemplares de colonos europeos en el África a fines del XIX y primeros del XX. Los demás personajes, muy escasos, pues la acción es breve en el tiempo y sucinta en las dimensiones, como una pieza de teatro, tanto los que viven en la guarnición como aquellos en Europa con los que estos se relacionan, amistades, parientes, el cura de la aldea en el caso del protagonista, Chrysostome Liège, un joven campesino muy católico y formidable tirador, están también muy bien retratados.
La vida de la estación militar, hecha de pura rutina se ve alterada por dos acontecimientos: la llegada de un nuevo miembro de la Force Publique, Chrysostome, y el proyecto de un viaje del Rey Leopoldo a Yangambi y luego Kisangani (lo que se me antoja un anacronismo porque por entonces esa ciudad se llamaba Stanley, en honor de Henry Morton Stanley) que luego se va desdibujando y rebajando hasta convertirse en un desplazamiento de un obispo y un periodista para consagrar una imagen de la Virgen María. Ambos acontecimientos, especialmente el primero, la llegada de Chrysostome, desatan un conflicto típico de guarnición de provincias que termina de modo casi canónico en la literatura del del siglo XIX, con un duelo a muerte de dos militares y una tragedia.
Todo este bullicio, esta agitación tan distinta de las pautas morales ordinarias de los personajes que entienden allí su vida como un interinato en espera de retornar, ricos, a la metrópoli están narrados en el estilo conciso y exuberante al mismo tiempo de Atxaga que lo hace tan cautivador. Conciso porque la narración es casi periodística, huyendo de hipérboles y tropos diversos, exuberante porque se vale de recursos mezclados: narración directa, diálogos, monólogos, memorias, referencias y crónicas de corresponsal.
Por lo demás la historia, el conflicto que se plantea tiene los elementos de pasión, odio, envidia, venganza, amor y tesón que pueden alcanzar las grandes episodios del existir humano con independencia del tiempo y el lugar en los que se den.