Las reacciones en la España no catalana al editorial de doce periódicos del Principado en defensa del Estatuto de autonomía frente a una posible sentencia del Tribunal Constitucional que reduzca su alcance han oscilado entre la prudencia y la más furibunda hostilidad. Nada más. No he leído ni escuchado frases de aprobación y mucho menos de admiración. La prudencia estuvo a cargo del señor Rodríguez Zapatero, muy en su función de presidente del Gobierno, al decir que había leído con "mucho interés" el editorial. La furibunda hostilidad al de la derecha más recalcitrante encabezada por el diario El Mundo que en su editorial sostiene que es imposible acumular más falacias en menos espacio faltando notablemente a la verdad porque sí es posible dado que es lo que hace él.
Lo primero que me parece digno de reseñar en el editorial es el envidiable espíritu cívico que trasluce. ¿Alguien cree que los periódicos de Madrid puedan alguna vez con algún motivo publicar un editorial conjunto? Nadie reflexiona sobre este hecho, sin embargo. ¿Por qué? A mi entender porque pone de relieve que la conciencia cívica catalana es muy superior a la española.
Parte importante de los críticos del editorial lo acusan de amenazar al Tribunal Constitucional y de pretender coaccionarlo. No hace falta tomarse mucho trabajo escarbando en lo que se ha venido escribiendo sobre este tribunal desde que comenzó a funcionar para ver que quienes hoy más acusan a los críticos de amenazas son los que recurrieron a todo tipo de descalificaciones e insultos en otros momentos pasados críticos en que el Tribunal hubo de pronunciarse sobre asuntos candentes, desde la expropiación de Rumasa hasta el posible procesamiento señor Felipe González con motivo de los GAL. Amenazas, coacciones e insultos que llenaban páginas de periódicos y horas en las ondas.
Asimismo el partido que en los últimos años más he hecho por instrumentalizar al Tribunal Constitucional al servicio de sus intereses bloqueando su renovación y hostigando a los magistrados que suponía no fieles a sus directrices es el que ahora pide no sólo acatamiento a sus decisiones -cosa que no esta en discusión- sino aceptación silenciosa y acrítica, cosa a la que nadie está obligado.
Por más que se quiera revestir el debate del Estatuto y la decisión del Tribunal de un ropaje jurídico para sustraerlos a las posibles objeciones, resulta obvio que el Tribunal Constitucional, por su naturaleza, composición y funciones, es un órgano político, jurisdiccional pero no judicial y sus decisiones son eminentemente políticas. Que por fiat constitucionl éstas hayan de acatarse cosa, insisto, que no está en cuestión pues nadie dice que no lo hará, no quiere decir que el trabajo del citado tribunal haya de estar exento de la crítica razonada tanto respecto a sus decisiones como a sus condiciones actuales para llegar a ellas. En cuanto a las últimas no sé cómo pueda pasarse por alto que, de los doce magistrados que componen el organismo, sólo pueden pronunciarse diez y, de esos diez, cuatro debieran haber sido sustituidos ya por haber vencido su mandato, cosa que no ha sido posible por las maniobras obstaculizadoras del PP. Es obvio que no es la composición más adecuada, que es lo que señala el editorial de marras.
En cuanto al fondo del asunto y por encima de las triquiñuelas formales está el espíritu de concordia que debe presidir las relaciones entre los distintos entes territoriales que componen España. Para bien o para mal, en esta sentencia esperada (desde hace tres años) sobre el Estatuto han venido a concentrarse todos los agravios de un entendimiento torcido y una convivencia problemática. Lo último que España necesita es que los catalanes y la derecha española más rabiosamente anticatalana puedan leer la sentencia como un escarmiento.