La Fundación telefónica, sita en Gran Vía 28, alberga una exposición con unas doscientas setenta fotos de Weegee, el seudónimo que empleaba Arthur Fellig (1899 - 1968), nacido Usher Fellig en algún lugar de lo que hoy es Ucrania y emigrado con su familia judía cuando tenía unos diez años a los Estados Unidos. Es una ocasión única porque, según mis noticias, se trata de la primera vez que se exhibe obra de este extraordinario fotógrafo en exposición monográfica y con copias de época. Y, si no hay mucho ánimo para echarse al coleto casi trescientas fotos de la dura realidad callejera neoyorkina en los años treinta, cuarenta y cincuenta, con gente durmiendo en los bancos de los parques y cadáveres de asesinados a balazos, merece también la pena pues es una excusa para acceder al famoso edificio de la telefónica, una muestra del modernismo estadounidense, cuyos vestíbulos, ascensores y pasillos me recuerdan el Chrysler building.
Weegee no aprendió jamás a hablar inglés sin un pronunciado acento eslavo, pero consiguió asimilar por entero el espíritu práctico y down to the matter de los gringos. Nunca estudió fotografía ni le preocupaban gran cosa los aspectos refinadamente técnicos o estéticos de este arte tan compleja que por entonces todavía se debatía en una difícil relación con la pintura, pero había trabajado para una agencia de noticias y sabía qué era lo que los clientes, los periódicos, querían porque era lo que mejor vendían a sus lectores: imágenes rápidas e impactantes, pura sensación que pudiera sustituir a los siempre aburridos textos. Y eso es lo que él se propuso conseguirles. Armado con una pesada cámara, un verdadero armatoste que también puede verse en la exposición y un flash de esos de pantalla con una enorme bombilla azul tras el que uno espera ver luego aparecer el rostro de un Dana Andrews, conseguía llegar el primero a los lugares en que estaba la noticia, la fotografiaba sin más, manipulaba la placa en su propio coche, en donde tenía un laboratorio, y en cosa de minutos estaba en el periódico con la foto lista. Era famoso por llegar al lugar de los sucesos muchas veces antes que la policía o los bomberos. No en balde la policía de Nueva York le había autorizado a llevar en el auto un receptor de onda corta. En el fondo, más que un privilegio, esta circunstancia venía a ser como un reconocimiento de una especie de fraternidad profesional: los policías y el fotógrafo se pateaban las mismas calles de la misma ciudad. Solo se diferenciaban en el instrumento, la máquina que llevaban.
De esa forma, Weegee pasó casi treinta años de un tiempo fascinante fotografiando lo que podemos llamar con cierto deje de cursilería el palpitar de la ciudad, sobre todo por la noche y sus fotos son un poderoso documento gráfico de ese pálpito: muertes, desastres, incendios, choques, atropellos, derrumbes, hundimientos; pero también diversiones populares, bailes, fiestas, charlatanes, misera social, acontecimientos callejeros de la alta sociedad como inauguraciones u otros acontecimientos. Todo lo fotografió con su espíritu de ojo público, un testimonio documental, sin ínfula artística alguna, just the city, the naked city. Por eso, el primer libro de fotos que publicó cuando ya fue famoso, se tituló The naked city, título que empleó luego Jules Dassin (el de Rififi) para su famosa peli, epítome del cine negro neoyorquino que aquí se llamó La ciudad desnuda.
Ya en los años cincuenta y sesenta, cuando había alcanzado la fama, Edward Steichen lo había incluido en un par de exposiciones fotografía en el Museo de Arte Moderno y hasta daba clases acerca de una técnica que nunca había aprendido formalmente, Weegee exploró otros territorios estéticos, especialmente sus famosas distorsiones, algunas de las cuales (la muy célebre de Marilyn Monroe, por ejemplo) se incluyen en la muestra, así como retratos, etc. En todo ello descolló sin duda porque este hombre estaba tocado por el dedo de los dioses. Pero lo que lo consagró con toda justicia como un fotógrafo excepcional, como alguien capaz de entrar a la gente por los ojos y llegarle hasta lo más profundo con un mensaje simple y profundo que dice "mira, así son las cosas, así es la condición humana", fueron sus fotos de reportero gráfico de actualidad, de padre del fotoperiodismo, esas imagenes planas y brutales que son las que uno espera ver en los archivos de la policía y a las que ponía luego leyendas alusivas que no explicativas que las complementan admirablemente: parejas dormidas en el patio de butacas de un cine de barrio, cadaveres de gente recién abatida a tiros, niños jugando con el agua de las bocas de riego, una gorda repintada berreando ante un micrófono o él mismo, en un fabuloso autorretrato con su cámara y su flash, inmortalizándose como un fotógrafo de documental como el que podría ser el fotógrafo de la comisaría más cercana. Porque de inmortalidad se trata aquí: esas crudas fotos del puñetero arroyo tienen mucha más arte que algunas de las refinadas languideces de su coetáneo Steichen. Claro que era otro mundo: el de Weegee, la ciudad desnuda; el de Steichen, la ciudad vestida. Como la maja.
(Todas las fotos de Weegee tienen derechos de autor de Weegee y Getty. La primera imagen es una reproducción de la portada del folleto de la exposición. Obsérvese en segundo plano la espalda de la estatua de la Libertad. Las otras dos son una foto de neutral Surface y otra de we-make-money-not-art, ambas con licencia de Creative Commons).