dijous, 26 de febrer del 2009

Encantada de haberse conocido.

El premio Nadal de este año ha sido para Maruja Torres por este libro (Esperadme en el cielo, Destino, Barcelona, 2009, 192 págs.) que acompaña a uno anterior que fue premio Planeta. Dos premios de postín. El Nacional puede estar al caer, si no lo consigue con esta obra puesto que es premio a obra ya publicada.

El libro es una especie de necrológica alargada, una elegía en prosa a la muerte de sus dos amigos, Terenci Moix y Manuel Vázquez Montalbán. 192 páginas de elegía. Y está muy bien. Los tres amigos nacieron y crecieron en el Raval, el distrito V, un barrio suburbano de miseria, putas, inmigrantes, chabolas, delincuencia que, al parecer, los marcó para toda la vida y del que la autora dice nada más comenzar su relato: "Quien no ha vivido en el Distrito V de Barcelona, entre los años cuarenta y sesenta del siglo veinte, carece de instrumentos para desentrañar las raíces que mis amigos y yo compartíamos" (p. 23), con lo cual parece como si despojara de esperanza de entendimiento a quienes no hayan nacido en ese barrio en esos años. Excepto que la intención sea decir que quien no tenga aquella condición no puede desentrañar las susodichas raíces salvo que se las muestre doña Maruja Torres. Y este es el contenido del libro, un intento de explicar a los profanos lo que fue nacer y crecer en el Raval entre 1940 (Vazquez Montalbán nació en 1939) y 1960.

Se me hace que eso puede decirse de todos los barrios en todas las épocas. Yo nací y crecí en Madrid, casi todo el tiempo en la calle de San Bernardo, enfrente del convento de las Salesas llamadas Nuevas para distinguirlas de las Reales que estaban en Bárbara de Braganza, un casón del siglo XVIII, como las viviendas de la zona, como mi casa. Al lado de ésta, calle Quiñones por medio, la que terminaba en el convento de las Comendadoras, la Iglesia de Nuestra Señora de Montserrat, que contenía y supongo sigue conteniendo una copia de la Moreneta hoy a cargo de los benedictinos de Santo Domingo de Silos. Nuestra vida al principio fue cómoda y desahogada pero, familia de perdedores de la guerra, con el padre en el exilio, las condiciones fueron empeorando y acabamos viviendo en San Bernardo, sí, pero en un cuchitril diminuto porque nuestros ingresos provenían del alquiler de un piso y del nuestro propio, cuya parte más grande y noble fue preciso arrendar para oficinas (siempre hubo allí dos empresas, una a cada lado del pasillo) con lo que completabamos ingresos. Pero puedo asegurar que la sopa de curas, oficinistas, chicas de servir, soldados, funcionarios, chiquillería, pluriempleados, tenderos, vaquería (que también las había), afiladores, gentes de paso albergadas en las pensiones y casas de huéspedes en la zona era no menos abigarrada y peculiar que la del Raval. El barrio es más o menos el de Miau, de don Benito, llamado del Noviciado, si bien más arriba, más hacia la glorieta de Ruiz Jiménez, llamada de San Bernardo, por Bernardo de Claraval.

Y, por supuesto, los cines, por lo menos siete en un radio de dos kilómetros cuadrados, con programa doble y sesión continua, alguno desde las diez de la mañana, cumpliendo la misma función que señala la autora para los del Raval: proyectarnos a un mundo de ensueño: Ivahoe, La túnica sagrada, Agustina de Aragón, Recuerda, Orfeo Negro, el habitual batiburrillo que se formó en la conciencia de nuestra generación pues yo nací el mismo año que la señora Torres. Por cierto, en ese barrio vi a fines de los cincuenta la peli de Julio Coll, interpretada por Alberto Closa (que ya era Alberto Closa, pues había rodado Muerte de un ciclista) Pedro de Córdoba y Arturo Fernández, Distrito Quinto, una especie de Rififi a la española, no por la trama sino por el tratamiento, ambientada en 1957 en el barrio del que habla la autora, aunque poco porque hay mucho interior, como buen rififí. Esa especial referencia al mundo del cine (que en el caso de Terenci Moix era casi una obsesión, curiosamente como la que cuenta Guillermo Cabrera Infante en Cine o sardina) imagino que revela un intento de substraerse a las condiciones sórdidas en que se desarrollaba la vida en la España de la infinita posguerra que debieron de ser más duras en el Raval que en San Bernardo pero no menos vallinclanescas.

Es el caso que la historia narra la visita accidental de Maruja Torres a los cielos en un momento en un sueño que le asalta por quedarse dormida firmando ejemplares de sus libros, modesta la chica, encontrándose allí con sus muy queridos amigos que lo que quieren, sabiendo que ellos están muertos pero ella no, es que les recree el Raval, cosa que hace la autora y en eso, en ese proceso de recreación del Raval, el barrio de la infancia, o sea, lo que los hace indescriptibles, se le va toda la novela ya que, al unísono con la recreación del barrio van engarzándose juegos, diversiones, chistes privados, referencias cultas de sus años de juventud. Es decir, se crea el ambiente de la niñez pero no se revive como niño sino como jóvenes, como adultos, como gentes que ya tienen preferencias literarias, son cultas, etc. He detectado algunas referencias encriptadas en el texto, citas, como chistes en clave y seguramente me habré perdido otros.

El relato es agradable, bastante tierno y se lee con descanso, aplaudiendo el homenaje que la amiga rinde a los dos amigos a los que en verdad venera. Si algún puntillo cabe objetar es quizá ese acento excesivo en la excepcionalidad de su común condición y por ende de ellos mismos. Esa reiterada conciencia de ser especiales. Lo son, ciertamente, porque no es frecuente que de su medio salga gente como ellos, pero no sé si es preciso hacerlo notar con tanta insistencia.

Hace como dos años, en enero de 2007 Maruja Torres escribió un artículo que destilaba muy mala leche acerca de la red ("malalecheína" reconocía ella misma), titulado Abierto 24 horas en que nos ponía verdes a los blogueros, pandilla de inútiles que sólo sabemos mirarnos el ombligo. Lo contaba Palinuro en una entrada titulada Hablando de lxs demás. Uno. Doña Maruja Torres. Ombligo precisamente no le falta a la señora Torres y ganas de mirárselo tampoco. En este libro deja caer media docena de veces (no llega) palabras como internet, la web y hasta Google, como si ya se hubiera familiarizado con este selvático territorio, pero todavía le queda, pues no hay nada de él integrado en su relato. Una pena; de haber sabido algo más se hubiera dado cuenta de que el uso de skype le hubiera venido muy bien para narrar la historia que narra. No lo he intentado pero seguro que hay skype en el cielo y hasta se puede usar la webcam.